En
los años de la transición algunos pensábamos que el nacionalismo periférico
(vasco y catalán), aliado en la lucha contra la dictadura, debería haber
obtenido la satisfacción de sendos referendos en sus respectivos territorios,
que hubieran aclarado definitivamente su anclaje en el Estado. Es obvio que en
aquellos momentos el voto secesionista no hubiera superado el 25% en el mejor
de los casos. Una parte importante de la izquierda abogaba por esta solución.
Pero precisamente porque los unitarios a ultranza eran una aplastante mayoría se opto por
ningunear esa opinión, optando por hacer de la negación una cuestión de
principios. La semilla de la frustración nacionalista quedaba sembrada.
Como en otras frustraciones democráticas
de la transición (depuración de los aparatos del Estado, forma de gobierno…) la
causa hay que buscarla en la debilidad política de los demócratas que no habían
logrado rescatar a las masas del magma franquista en que dormitaba. De hecho, la
élite ilustrada y prodemocrática franquista organizada en la UCD, en ningún
momento perdió la dirección del proceso. Sin embargo, cabe preguntarse si de
haberse dado el supuesto del párrafo anterior no nos habríamos ahorrado unos
centenares de muertos por el terrorismo y, por descontado, no tendríamos ahora
a la vista el horizonte de la muy probable secesión catalana.
Echar la culpa a los políticos
de la transición es una sandez. Hubo políticos de todas las tendencias como es
normal e inevitable en democracia, lo que ocurre es que algunos obtienen apoyo
popular suficiente y otros no. En aquel momento las inercias del franquismo
arrastraban a la mayoría de la sociedad española, que no supo sacudírselas.
Podemos alegar mil y una atenuantes pero las verdaderas responsabilidades estuvieron
ahí; el mismo lugar donde están hoy, por supuesto.
El problema de la democracia es
que es un sistema que no sólo no oculta los conflictos sino que además carga la
solución en los ciudadanos que se ven impelidos a tomar decisiones (algún psicólogo
social ha hablado del miedo
a la libertad). La dictadura libera a la sociedad de esas inquietudes, y si
es de corte fascista, como la franquista, ofrece el mito de caminos abiertos
desde orígenes legendarios y supuestamente fijados por un relato histórico igualmente
fantasioso. El pueblo sólo tiene que dejarse llevar y “no meterse en política”.
Situación muy apetecible para muchos a cambio de una liberación de
responsabilidades, que, faltaría más, sólo es aparente.
Esto hizo que la transición
tomara los caminos que tomó, que los nacionalismos periféricos fueran ninguneados
o trivializados en la conciencia de las mayorías nada más normalizada la
situación política, que se neutralizaran los logros descentralizadores con la
generalización de las autonomías… y que se cayera en nuevas contradicciones
cargadas de futuro: los políticos vascos y catalanes se convertían en decisivos
en la confrontación PP/PSOE, pero a la vez tenían cerrado el paso a la alta dirección
del Estado por su condición de nacionalistas. Para ver la explosión sólo había
que esperar a que la presión pasase la línea roja.
Ahora, con la desarticulación
del Estado tricentenario (cuento desde 1714, fecha en la que se puede situar la
pérdida definitiva de la condición de Estado para Cataluña) a la vista, la
perplejidad nos paraliza. Nunca nos habíamos tomado en serio que una España
democrática, si de verdad lo era, tenía que resolver en primer lugar el
problema territorial: aquí, a diferencia del Reino Unido, la unidad no vino
como resultado de la negociación o de la voluntad popular. El intento de la autonomías
fue bien intencionado, pero los viejos fantasmas del autoritarismo, del
españolismo ultra, de la ley del más fuerte, a la que tan inclinados somos,
acabó por retorcer el proceso hasta convertirlo en inútil. Desde ciertas
posiciones se intenta hoy, acuciados por las amenazas, retomar el proceso con
el recurso al federalismo (cambiar las palabras surte efecto a veces). Mucho me
temo que sea tarde.
1 comentario:
Un gran artículo.
Mark de Zabaleta
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