En el Antiguo Régimen la nobleza de sangre que constituía una
oligarquía en la que se fundamentaba la monarquía gozaba del privilegio de no
ser encausada más que por sus iguales, escapando así a la jurisdicción de los
tribunales ordinarios. Aquella sociedad no estaba basada en el principio de la
igualdad y los privilegios no se veían como injustos sino como la concreción
jurídica de una desigualdad cuyas raíces estaban en la voluntad divina. Nadie creía
en una sociedad igualitaria que se percibía como una perversión política y el
camino más rápido para desembocar en el caos.
Pero nada es permanente y los cambios económicos acabaron por dinamitar las que se consideraban sólidas estructuras sociales.
La revolución, que se propuso barrer el sistema estamental,
estableció el principio de la igualdad jurídica: «Los hombres nacen y
permanecen libres e iguales en derechos». Legalmente quedaban abolidos todos
los privilegios procedentes de la vieja organización social, que empezó a percibirse
a ojos de la mayoría como una aberración que había subsistido durante siglos
por la coerción física e intelectual ejercida por el soberano y sus aliados
naturales: la nobleza y el clero.
Con el reflujo de la revolución el tira y afloja entre lo nuevo y lo viejo acabó por desembocar en ‘pactos’ que permitieron la permanencia de girones de las antiguas estructuras. La supervivencia de algunas monarquías dinásticas en convivencia, más o menos tensa, con sistemas de representación y control populares (parlamentarismo) es un ejemplo significativo. En estos casos, los nuevos representantes del pueblo o los miembros de los otros poderes igualmente procedentes de la soberanía nacional o popular, trataron de blindarse ante las posibles intentonas de la corona por hacer valer su autoridad histórica, aplicándose privilegios, como el aforamiento o la inviolabilidad; en la nueva ocasión con la supuesta finalidad de preservar los derechos de los ciudadanos a quienes representaban. El trato desigual introduce una discriminación incompatible con la literalidad de la doctrina democrática, pero se toleraría de modo parecido a como en tiempos más recientes se ha tolerado y desarrollado el principio de discriminación positiva para salvaguardar derechos en ciertas minorías más desvalidas (mujeres, etc.).
En el XIX, cuando
estos cambalaches se pusieron en valor, existía una justificación: la
incuestionable amenaza a la libertad parlamentaria procedente de monarcas que
conservaban todavía poder o autoridad suficientes para ejercerla. Hoy, con democracias consolidadas y con
monarquías, las que quedan, sin más fuerza que la que obtienen del vértigo de
algunos a los cambios, del apego de otros a las tradiciones y del embeleso que despiertan en ciertas
mentes las páginas de papel cuché, tales cautelas carecen de la mínima
justificación.
Si la monarquía requiere inevitablemente de la
inviolabilidad (sin perfilar sus límites como aparece en la Constitución del 78),
bien porque se prevén delitos por parte del rey o porque se presumen ataques
por parte de la sociedad, lo mejor sería prescindir de ella. Por otra parte el aforamiento
de parlamentarios (Congreso, Senado y parlamentos autonómicos), miembros del
ejecutivo y los numerosísimos componentes del poder judicial, tiene efectos
negativos (la sospecha de que constituyen una casta que defiende sus
privilegios) más graves que los positivos (salvaguardia de su función
legislativa o judicial ante fantasmales amenazas ya diluidas por el tiempo).
El debate está abierto, pero sería una pena que se dejara
languidecer porque eso no haría más que agregar lastre a un sistema, perfectamente
válido, que la crisis ha puesto en trance de zozobrar.
1 comentario:
Un gran artículo...
"Si la monarquía requiere inevitablemente de la inviolabilidad (sin perfilar sus límites como aparece en la Constitución del 78), bien porque se prevén delitos por parte del rey o porque se presumen ataques por parte de la sociedad, lo mejor sería prescindir de ella"....
Un cordial saludo
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