20 nov 2014

El cemento es la igualdad

La democracia tiene una larga tradición. La encontramos en las polis griegas, en las repúblicas urbanas medievales y, por fin, después de las revoluciones burguesas, en todo Occidente, hasta hoy, que se ha convertido en el régimen político de referencia. Por supuesto que lo que ahora entendemos por democracia es inseparable de los derechos humanos y del respeto a las minorías, ambos ignorados en la Antigüedad o el Medievo; pero, como maquinaria política, son perfectamente equiparables y merecedores de usar el mismo término.


Sin embargo, eso sí, siempre se da cuando aparecen unas ciertas condiciones de igualdad económica. Más exactamente, la existencia de una clase media numéricamente dominante o de gran peso social. Por eso en el pasado se limitó a los ámbitos reducidos de las ciudades estado, donde las clases ocupadas en el comercio o la producción de mercancías (artesanos y menestrales) lograron hacerse dueños de su propio destino apoderándose de los instrumentos políticos necesarios para la defensa de sus intereses.

Cuando el poder estuvo en manos de las capas altas, las más de las veces, o en las bajas, en momentos revolucionarios, nunca hubo algo que pudiera denominarse democracia. La explicación es simple: los ricos se convierten políticamente de modo natural en aristocracia, que, para defender sus intereses ante el gran número de los que se sitúan por debajo, precisan de la coerción, sea ideológica, jurídica, económica o puramente física, o de todas a la vez en un coctel cuyas proporciones determinan las circunstancias; en el otro caso, el prestigio, la hegemonía intelectual y social y el poder económico de los ricos, obliga a los de abajo a desplegar fuerzas coactivas proporcionales a la amenaza −dictadura del proletariado−. Podemos preferir uno u otro escenario en función de nuestra posición social o de nuestra conciencia, pero en ambos casos la democracia es imposible.

La prosperidad que desde la mitad del XX ha producido el capitalismo tardío con la generalización de la industrialización, la globalización de antes de que se inventara el concepto −la colonización es su prehistoria− y, por último, la presión/amenaza de la revolución social durante casi las tres cuartas partes del siglo, construyó y generalizó una sociedad bastante igualitaria en Occidente cuya edificación política natural era la democracia. La hegemonía occidental ha permitido universalizar sus valores, con la oposición del mundo islámico casi en su totalidad y la resistencia de la inmensa China.

La deriva neoliberal y la crisis económica han disparado la desigualdad −históricamente todas las crisis han sido convulsiones en las que se acelera la concentración de capital−. Si se remueven los cimientos es natural que se resienta el edificio. La puesta en entredicho de toda la estructura política de la Transición, nuestra puerta de entrada en el paraíso político de la democracia, estaba cantada. He usado la palabra paraíso, pero, cuidado, como no hay democracia perfecta y como las libertades que el sistema concita hacen públicos y visibles los conflictos, la desazón que produce en la ciudadanía, unida al extra de la crisis puede ser mayor que en algunas dictaduras, en las que todo parecer ir como la seda y los problemas indisimulables siempre se pueden achacar a enemigos externos.

Pero ¿cómo afrontar la catástrofe que anuncian las grietas ya visibles? Hay quien opta por sujetar de algún modo las estructuras que amenazan ruina, otros prefieren el derribo y levantar un nuevo edificio; pero, no sé si alguien se está planteando seriamente la posibilidad de inyectar hormigón en los cimientos. Pobreza y democracia, gran desigualdad y democracia no son combinaciones estables. El cemento es la igualdad.


1 comentario:

Mark de Zabaleta dijo...

Un artículo realmente "sólido" !

Saludos