Sin embargo, eso sí, siempre se da cuando aparecen unas
ciertas condiciones de igualdad económica. Más exactamente, la existencia de
una clase media numéricamente dominante o de gran peso social. Por eso en el
pasado se limitó a los ámbitos reducidos de las ciudades estado, donde las
clases ocupadas en el comercio o la producción de mercancías (artesanos y
menestrales) lograron hacerse dueños de su propio destino apoderándose de los
instrumentos políticos necesarios para la defensa de sus intereses.
Cuando el poder estuvo en manos de las capas altas, las más
de las veces, o en las bajas, en momentos revolucionarios, nunca hubo algo que
pudiera denominarse democracia. La explicación es simple: los ricos se
convierten políticamente de modo natural en aristocracia, que, para defender
sus intereses ante el gran número de los que se sitúan por debajo, precisan de
la coerción, sea ideológica, jurídica, económica o puramente física, o de todas
a la vez en un coctel cuyas proporciones determinan las circunstancias; en el
otro caso, el prestigio, la hegemonía intelectual y social y el poder económico
de los ricos, obliga a los de abajo a desplegar fuerzas coactivas proporcionales
a la amenaza −dictadura del proletariado−. Podemos preferir uno u otro
escenario en función de nuestra posición social o de nuestra conciencia, pero en
ambos casos la democracia es imposible.
La prosperidad que desde la mitad del XX ha producido el capitalismo
tardío con la generalización de la industrialización, la globalización de antes
de que se inventara el concepto −la colonización es su prehistoria− y, por
último, la presión/amenaza de la revolución social durante casi las tres
cuartas partes del siglo, construyó y generalizó una sociedad bastante
igualitaria en Occidente cuya edificación política natural era la democracia.
La hegemonía occidental ha permitido universalizar sus valores, con la
oposición del mundo islámico casi en su totalidad y la resistencia de la
inmensa China.
La deriva neoliberal y la crisis económica han disparado la
desigualdad −históricamente todas las crisis han sido convulsiones en las que
se acelera la concentración de capital−. Si se remueven los cimientos es
natural que se resienta el edificio. La puesta en entredicho de toda la estructura
política de la Transición, nuestra puerta de entrada en el paraíso político de
la democracia, estaba cantada. He usado la palabra paraíso, pero, cuidado, como
no hay democracia perfecta y como las libertades que el sistema concita hacen
públicos y visibles los conflictos, la desazón que produce en la ciudadanía,
unida al extra de la crisis puede ser mayor que en algunas dictaduras, en las
que todo parecer ir como la seda y los problemas indisimulables siempre se
pueden achacar a enemigos externos.
Pero ¿cómo afrontar la catástrofe que anuncian las
grietas ya visibles? Hay quien opta por sujetar de algún modo las estructuras
que amenazan ruina, otros prefieren el derribo y levantar un nuevo edificio;
pero, no sé si alguien se está planteando seriamente la posibilidad de inyectar
hormigón en los cimientos. Pobreza y democracia, gran desigualdad y democracia
no son combinaciones estables. El cemento es la igualdad.
1 comentario:
Un artículo realmente "sólido" !
Saludos
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