Se puede asegurar que los años que se abren con la
Transición no tienen paralelo en la historia de España. Probablemente no es
sólo mérito del proceso que se inició en el 75: la evolución mundial y del
entorno es una corriente que arrastra; pero hubo entonces una clara voluntad y
el innegable acierto de marchar con la corriente, y hasta de ganar posiciones
en el camino. Jamás habíamos protagonizado nada parecido. Sin embargo el éxito
no se gestionó bien y el primer tropiezo importante resucitó los fantasmas del
derrotismo que aún vagaban cerca.
Ser viejo tiene algunas ventajas (ínfimas si se comparan con
averías e inconvenientes), como, por ejemplo, un cierto control de la
perspectiva. A los jóvenes, con frecuencia, los árboles les escamotean el
bosque, y este tiempo, por mucho que abunden los viejos, lo hegemoniza la juventud.
Eso explica que ante el impacto de la crisis, que a ellos les ha golpeado con
más dureza que a nadie, hayan promovido y aupado con éxito movimientos cuyo
discurso se centra en la negación de los logros de la Transición y una ‘reinvención’
de la democracia, con fórmulas desechadas tras cada sarampión revolucionario en
el transcurso de los últimos doscientos años (como benéfica herencia de esta
reiteración en la dialéctica revolución/reacción hemos obtenido una evolución
ininterrumpida y positiva del sistema).
Lamentablemente, entre los trastos heredados de la
Transición, que ahora se tiran a la basura está el mejor intento de resolver el
problema territorial que ha parido nunca nuestra historia. Que su salvaguardia
haya quedado en manos de la derecha conservadora, en declive en este momento,
sólo nos habla de la gravedad de la situación.
Soy de los que opinan que el problema catalán, por mucho que
tenga sus propias raíces, ha explotado con los mismos detonantes que el resto
de los populismos que arrasan en España. Lo que ocurre es que si estos pueden
ser más o menos efímeros, aquel deja huella duradera en las conciencias;
siembra la semilla del nacionalismo que, como cualquier creencia, trasciende
los tiempos de la política. Muchos independentistas que se declaran no
nacionalistas (izquierdistas que intentan huir de la contradicción
socialismo-nacionalismo) tienen este origen, pero no sabemos cuál será su
futuro, o si cuando se enfríe su secesionismo no será ya tarde.
Alucino por la frivolidad con que se afronta el problema:
los jóvenes catalanes ‘indignados’ porque confunden España con el gobierno del
PP, como antes, otra generación, con el franquismo (con los nacionalistas vascos
cultivaron una idea de la Guerra Civil como un enfrentamiento entre España y
ellos); la derecha ‘nacional’ porque se empeña en mantener ‘impasible el ademán’
y no hace el mínimo esfuerzo por comprender el problema; la izquierda por un
vacilante y desconcertante coqueteo que sólo muestra su anemia de ideas en éste
y otros terrenos; los muchos inmigrantes de segunda y tercera generación
que han sido fáciles víctimas de la ‘fe del converso’; la vacilación de la
burguesía catalana que no acaba de aclararse sobre qué le perjudicará menos.
Lo cierto es que entre frivolidades, incomprensiones, falsos
análisis, traumas de la infancia e intereses inconfesables caminamos sonámbulos
hacia la tormenta perfecta.
1 comentario:
"La juventud es un disparate; la madurez, una lucha; la vejez, un remordimiento"... (Benjamín Disraeli)
Y era político...
Saludos
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