La tradición que arranca de las noticias de sus discípulos Platón
y Jenofonte ‒ este último, por rechazo a la democracia, se había enrolado con
Esparta y contra su patria en la guerra‒ ha narrado siempre el suceso como la
acción de un tribunal corrupto e ignorante que viola el derecho a la libertad
de expresión, convirtiendo a Sócrates en mártir de las ideas. Los que después
se hicieron eco de él, empezando por Plutarco, quinientos años más tarde,
consideraban sin excepción a la democracia como una aberrante anomalía
política, condición de los tiempos históricos.
Si Jenofonte había sido un flagrante traidor, aunque la
democracia sólo lo condenara por ello al exilio para indultarlo poco después,
Platón mostró su doctrina antidemocrática en La República, uno de sus diálogos más conocidos. Otros discípulos
del filósofo fueron el ya citado Critias y Cármides, partícipe con el anterior
del régimen tiránico, muerto también en su defensa y al que Platón dedicara un
diálogo sobre la virtud; y, por supuesto, Alcibíades, político controvertido
acusado también de crímenes contra la ciudad. Nada de esto es casual, la mayor
parte de los alumnos de Sócrates eran jóvenes de la aristocracia ateniense,
nada afines a las ideas democráticas por su extracción social. De hecho sus
acusadores en el juicio le reprocharon los crímenes de sus discípulos.
Probablemente fuera esto último, aunque en los testimonios que
nos legaron del desarrollo del caso no ocupe la centralidad, y una más que
probable colaboración con la tiranía, lo que tuvo la mayor responsabilidad en su
condena. Era norma en los tribunales democráticos atenienses que a la pena
reclamada por la acusación, el reo ofreciera una alternativa ‒en caso de pena
capital, relativamente frecuente, los acusados solían proponer el exilio, lo
que casi siempre era aceptado por el tribunal‒. Es curioso que Sócrates, en un
gesto de soberbia o quizás de desdén hacía el tribunal, reclamara más bien un
premio y, en última instancia, propusiera una multa ridícula, lo que, dados los
cargos y la pena reclamada por los acusadores, era inviable: el tribunal, una
vez establecida la culpabilidad, sólo tenía la opción de elegir la pena que
reclamaba la acusación o la que ofrecía el reo. Por último el encarcelamiento y
el procedimiento para la ejecución fueron tan relajados que sus seguidores
pudieron preparar una huida con garantías de éxito ‒lo que hubiera sido un
alivio para todos‒, a lo que Sócrates renunció, según los testimonios, por
rectitud moral; quizás también, habría que añadir, por voluntad de morir como
se puede deducir de su actitud ante el suicidio y las circunstancias del
momento.
Así pues los cargos de impiedad y corrupción de la juventud
que le fueron imputados habría que entenderlos, el primero, como actividad
contra el Estado ‒el culto a los dioses de la ciudad era acción política‒ y, el
segundo, como utilización de sus enseñanzas para desviar la voluntad de los
jóvenes contra la democracia. Tampoco debió jugar a su favor que alardeara de
seguir los dictados de dios que le hablaba por medio de un daimon, y que se proclamara el hombre más sabio de Grecia para lo
que aportaba el supuesto testimonio de una manifestación de la Pitia de Delfos,
aunque el testigo que aseguraba haber oído el oráculo había muerto. Parece como
si en lugar de buscar la exoneración pretendiera provocar.
Sin duda el tribunal cometió un error, si no jurídico, al
menos político, pero después la historiografía, la literatura y el arte (véase la ilustración) han mitificado los gestos, han tergiversado
el papel de los actores, han cambiado su condición, han hecho caso omiso de las
circunstancias reales que rodearon el suceso y han dado por buenos los
testimonios, únicos conservados, de personas implicadas o demasiado próximas, lo que por sí sólo debiera despertar recelo.
Por supuesto, la mitificación de Platón en el pensamiento posterior, incluyendo
el cristiano, arrastró la de su maestro.
Un artículo de Gabriel
Andrade, el pequeño estudio de Quintero Barros, En torno al
juicio de Sócrates y el libro de I. F. Stone, El juicio de Sócrates (Mondadori, 1988), abundan en esta dirección.
1 comentario:
Simplemente magistral !
Saludos
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