18 ene 2016

El Estado contra Sócrates


En la Atenas clásica la democracia se había desarrollado y profundizando durante cuarenta años hasta que a finales del siglo V antes de nuestra era colapsara como consecuencia de la Guerra del Peloponeso. Esparta, polis que encabezaba la coalición vencedora, propició la formación de un gobierno oligárquico que fue denominado por sus oponentes demócratas “de los treinta tiranos”. En el año escaso de su duración las represalias y la cruel persecución a los demócratas fue feroz, tarea en la que destacó Critias, notable discípulo del filósofo Sócrates, muerto al fin en los altercados que pusieron término al régimen tiránico. Meses después fue juzgado el filósofo por los tribunales, otra vez democráticos, acusado de conducta impía, de corromper a la juventud y otros cargos.


La tradición que arranca de las noticias de sus discípulos Platón y Jenofonte ‒ este último, por rechazo a la democracia, se había enrolado con Esparta y contra su patria en la guerra‒ ha narrado siempre el suceso como la acción de un tribunal corrupto e ignorante que viola el derecho a la libertad de expresión, convirtiendo a Sócrates en mártir de las ideas. Los que después se hicieron eco de él, empezando por Plutarco, quinientos años más tarde, consideraban sin excepción a la democracia como una aberrante anomalía política, condición de los tiempos históricos.

Si Jenofonte había sido un flagrante traidor, aunque la democracia sólo lo condenara por ello al exilio para indultarlo poco después, Platón mostró su doctrina antidemocrática en La República, uno de sus diálogos más conocidos. Otros discípulos del filósofo fueron el ya citado Critias y Cármides, partícipe con el anterior del régimen tiránico, muerto también en su defensa y al que Platón dedicara un diálogo sobre la virtud; y, por supuesto, Alcibíades, político controvertido acusado también de crímenes contra la ciudad. Nada de esto es casual, la mayor parte de los alumnos de Sócrates eran jóvenes de la aristocracia ateniense, nada afines a las ideas democráticas por su extracción social. De hecho sus acusadores en el juicio le reprocharon los crímenes de sus discípulos.

Probablemente fuera esto último, aunque en los testimonios que nos legaron del desarrollo del caso no ocupe la centralidad, y una más que probable colaboración con la tiranía, lo que tuvo la mayor responsabilidad en su condena. Era norma en los tribunales democráticos atenienses que a la pena reclamada por la acusación, el reo ofreciera una alternativa ‒en caso de pena capital, relativamente frecuente, los acusados solían proponer el exilio, lo que casi siempre era aceptado por el tribunal‒. Es curioso que Sócrates, en un gesto de soberbia o quizás de desdén hacía el tribunal, reclamara más bien un premio y, en última instancia, propusiera una multa ridícula, lo que, dados los cargos y la pena reclamada por los acusadores, era inviable: el tribunal, una vez establecida la culpabilidad, sólo tenía la opción de elegir la pena que reclamaba la acusación o la que ofrecía el reo. Por último el encarcelamiento y el procedimiento para la ejecución fueron tan relajados que sus seguidores pudieron preparar una huida con garantías de éxito ‒lo que hubiera sido un alivio para todos‒, a lo que Sócrates renunció, según los testimonios, por rectitud moral; quizás también, habría que añadir, por voluntad de morir como se puede deducir de su actitud ante el suicidio y las circunstancias del momento.

Así pues los cargos de impiedad y corrupción de la juventud que le fueron imputados habría que entenderlos, el primero, como actividad contra el Estado ‒el culto a los dioses de la ciudad era acción política‒ y, el segundo, como utilización de sus enseñanzas para desviar la voluntad de los jóvenes contra la democracia. Tampoco debió jugar a su favor que alardeara de seguir los dictados de dios que le hablaba por medio de un daimon, y que se proclamara el hombre más sabio de Grecia para lo que aportaba el supuesto testimonio de una manifestación de la Pitia de Delfos, aunque el testigo que aseguraba haber oído el oráculo había muerto. Parece como si en lugar de buscar la exoneración pretendiera provocar.

Sin duda el tribunal cometió un error, si no jurídico, al menos político, pero después la historiografía, la literatura  y el arte (véase la ilustración) han mitificado los gestos, han tergiversado el papel de los actores, han cambiado su condición, han hecho caso omiso de las circunstancias reales que rodearon el suceso y han dado por buenos los testimonios, únicos conservados, de personas implicadas o demasiado próximas, lo que por sí sólo debiera despertar recelo. Por supuesto, la mitificación de Platón en el pensamiento posterior, incluyendo el cristiano, arrastró la de su maestro.

Un artículo de Gabriel Andrade, el pequeño estudio de Quintero Barros, En torno al juicio de Sócrates y el libro de I. F. Stone, El juicio de Sócrates (Mondadori, 1988), abundan en esta dirección.


1 comentario:

Mark de Zabaleta dijo...

Simplemente magistral !

Saludos