21 sept 2016

El sentido de la historia

Gérôme. La muerte de Cesar
Somos los hombres (hombres y las mujeres, faltaría más) los que hacemos la historia, pero sin querer. Quiero decir que no somos conscientes del suceso, y cuando alguno aparece en escena con la intención de escribirla con sus hazañas lo que normalmente le sale es un hazmerreír —cuando se haga la historia del ridículo el texto ocupará más volúmenes que la Enciclopedia Británica—; pasar de la candidez del inconsciente a la intencionalidad consciente tiene esos costes.


Los patricios que asesinaron a Cesar en el atrio del Senado entraron en la historia del ridículo porque la historia seria iba ya por otro camino, precisamente el que había iniciado el dictador, cosa que ellos no supieron ver; como es natural, quedaron chasqueados ante la mirada burlona del futuro. Por acercarnos a nuestro tiempo, los obreros británicos que destruían las máquinas (luditas) en plena revolución industrial, haciéndolas responsables de su situación precaria, erraban lamentablemente el objetivo y hacían el ridículo porque las máquinas podían ser precisamente instrumentos de su liberación si hubieran detectado el sentido de la historia y cambiado de estrategia. Hitler y su corte de sádicos payasos en uniforme caqui creyeron estar haciendo una revolución que ordenaría el mundo del próximo milenio, pero sólo protagonizaron una tragicomedia bufa en la que murió hasta el apuntador sin más consecuencia para el caminar de la historia que delimitar mejor la ruta de la democracia, que era por donde entonces tocaba ir. Ellos no se percataron, ocupados como estaban en diseñar bigotes grotescos, uniformes de opereta o el gas Cyclón.

Progresar es caminar a favor de la historia. Por eso cuando tantos se llenan la boca con gobiernos de progreso, alianzas de progreso, fuerzas del progreso, me pregunto si se han asomado a ver por dónde diablos va la historia, porque me parece que no. Los hay que añoran la dictadura del proletariado cuando ya los proletarios que queden son piezas dignas de un museo de antropología; otros hay que reniegan de la globalización, como si fuera posible hacer tabla rasa de los dos o tres últimos siglos; algunos quieren una naturaleza como la que encontraron Adán y Eva condenando la tecnología desde el hacha de piedra y como si lo que hoy comemos, vestimos… vivimos y cómo vivimos, sin ni siquiera devorarnos los unos a los otros, no fuera producto de la civilización. Todo eso es caminar hacia atrás, o sea, hacer el ridículo.

¿Quién marca la dirección de la historia? Es como preguntar quién marca la dirección de la naturaleza en la creación y evolución de la vida. Mil y un imponderables que sólo podemos medio descifrar a posteriori: apenas si logramos detectar la dirección y el sentido; con dificultad conseguimos desvelar las reglas del movimiento, pero quizás con eso sólo podríamos incidir en su progreso, nunca mejor dicho, para lograr el mejor provecho para todos. Nunca revolución alguna cambió el sentido de la historia, antes bien acomodó los elementos que quedaban obsoletos a la dirección que ya había tomado tiempo atrás, como los terremotos acomodan la corteza a los cambios del movimiento interno, no visible, de las placas.

Ahí es dónde tiene que estar la izquierda. Ni en nostalgias castrantes ni en ensoñaciones estériles, fuentes de ridículo, sino detectando los movimientos profundos y traduciendo todo aquello a acción política, a programas, a estrategias políticas; esa es la tarea de un partido que utilice en su discurso el término progreso. Nada más lejos del populismo, que busca halagar a las masas, ciegas para los cambios subterráneos de la historia. ¿Cuántos están a la altura?