La socialdemocracia agoniza. Sólo en Portugal se mantiene en
el poder un partido socialista, aunque apuntalado por una coalición de
izquierdas. En Francia, François Hollande renunció a repetir y su sucesor,
Hamon, ha obtenido un ridículo 6%; En Alemania, Schulz va de fracaso en
fracaso, el del domingo en su propio feudo, Renania-Westfalia; en Reino Unido,
Corbin se esfuerza por llevar el suyo, el Labour
party, a la irrelevancia definitiva; no hablemos de Grecia o Italia; En
España tres candidatos mediocres, por decirlo con benevolencia, tironean por el
dudoso honor de ser el desguazador seleccionado por la militancia. El panorama
es desolador; pero hay que decir a continuación que el socialismo europeo muere
de éxito.
Por supuesto muchos de los que lloran al moribundo lo hacen
con lágrimas de cocodrilo o son plañideras profesionales, pero la mayoría de
los que manifiestan su pesar son sinceros. Muchos lo lamentan pero nadie lo
remedia porque es como si fuera el resultado de una catástrofe natural. Quizás
lo sea. Todavía el PSOE conserva una ‘O’ en su nombre: era la inicial de
‘obrero’, aquel que trabaja con sus manos y carece de propiedades. Era un
partido, como todos los de su linaje, que empleaba la mayor parte de sus
esfuerzos en crear conciencia de clase
entre aquellos de los que esperaba su participación política y a los que
pretendía liberar de unas condiciones de trabajo y de vida francamente
mejorables. Compartía preocupaciones, estrategia y tácticas con los demás
socialismos europeos, todos ellos parte de un movimiento internacionalista, así
se decía entonces, de liberación de la clase obrera. Pero la sociedad es fluida, cambia. Si no
fuera así la política sería inútil.
El siglo XX, sobre todo en sus años centrales, fue el siglo
de los socialistas, convertidos en socialdemócratas al optar por la
participación política con las condiciones que imponía la democracia burguesa y
el abandono de la revolución como objetivo. La opción reformista fue un éxito
tan espectacular que, por un lado desacreditó a la alternativa soviética que
declinó imparablemente tras el telón
y, por otro, acercó la clase obrera a los estándares de vida de las clases medias
haciendo difusos sus límites, hasta su práctica desaparición. No hay que
olvidar además que al devaluar cualquier alternativa creíble consolidó y
expandió la democracia hasta convertirla en el único sistema compatible con el
progreso y la dignidad humana. A la vez que esto ocurría una nueva revolución
tecnológica, cuyo techo y consecuencias estamos aún lejos de ver, convertía al
obrerismo industrial, base y motor del movimiento socialista, en historia.
¿Qué pasó con la conciencia de clase entre unos individuos
que se veían ahora formando parte de las clases medias, ya no del antiguo
proletariado, vocablo que devino en arcaísmo confinado en los textos canónicos
del movimiento obrero? Que se fue diluyendo lentamente. En vista de la fuga de
las bases, precisamente por el éxito de su política, algunos socialistas
intentaron una transformación (tercera
vía de Tony Blair) que les aproximaba al liberalismo. Pero el crecimiento
económico y el bienestar parecían imparables en esos años ¿Por qué preocuparse
de la política partidaria que cada vez parecía más un juego de profesionales
políticos, que los ciudadanos se acostumbraban a observar desde la distancia?
Y en esto llegó la crisis. De hecho las crisis no habían
dejado de aparecer puntualmente, como es propio del capitalismo, pero ésta era
de las que marcan época; se alimentaba de la revolución tecnológica y de sus
efectos secundarios (globalización), como las tormentas tropicales de las altas
temperaturas del suelo o del mar.
Los felices ciudadanos que olvidaban su pasado obrero (con
éxito, todo hay que decirlo) flotando en el limbo de las clases medias se
vieron súbitamente arrojados a los infiernos. Reaccionaron con sorpresa e indignación, pero habían perdido la
conciencia de clase, así como el sentimiento de solidaridad y el proyecto de
nueva sociedad que traía anejos. Se volvieron contra el stablishment y sus elementos más cercanos: sindicatos, partidos de
izquierda, pero también contra otras instituciones, el propio sistema político,
la globalización y el progreso tecnológico. En tales circunstancias los
predicadores sin escrúpulos y los pescadores en río revuelto han hecho su agosto
y los votos de desclasados, trabajadoras en paro o en precario, universitarios
subempleados, antiglobalización, etc. han caído en cascada en populismos de
diversa catadura (M5S italiano, Podemos…), sin despreciar a la ultraderecha (UKIP
británico, FN en Francia…). En las recientes elecciones francesas hemos visto
como Le Pen obtenía su crecimiento en los antiguos caladeros socialistas y
comunistas.
La crisis económica pasará, pero la conmoción política que
se cernía sobre el socialismo desde finales del XX por haber perdido las bases
a causa de sus propios éxitos, no. Con la mentalidad pequeñoburguesa recién
adquirida, los que lo sostenían antes, lo culpan ahora de sus desgracias.
¿Quién recuerda que fueron las políticas igualitarias, que impulsó la
socialdemocracia, las que los había rescatado del proletariado, eso que suena
tan rancio, pero que fue tan real.
1 comentario:
Excelente artículo...
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