Otra vez a las urnas. Dicen que es la fiesta de la democracia pero lo cierto es que no hay elecciones que no nos pongan a cavilar. Hasta a la víspera la llamamos día de reflexión, suspendiéndose por ley todo ruido propagandístico para que las cogitaciones (me apetece usar el palabro por lo que se parece a retortijones) se desarrollen sin malignas manipulaciones alienantes. Luego, pese a tantas facilidades, pocos serán los que puedan dar cuenta fiel de su voto y sus porqués. Por mi parte la cosa está por fin clara y la cuento sin tardar.
25 abr 2019
13 abr 2019
BREXIT OR NOT BREXIT THAT IS THE QUESTION
El Brexit ha cambiado la imagen que teníamos del Reino Unido. Sencillamente lo ha traído al mundo de los mortales, donde habitamos los continentales. Nunca fui un mitómano, lo que me libró de devociones vergonzantes, no de otros sonrojos, lamentablemente, pero es una evidencia que su sistema político viene despertando envidias desde hace doscientos años por su estabilidad y capacidad para adaptarse y perdurar. Nosotros, los españoles, sin ir más lejos, hemos encontrado allí inspiración muchas veces y en alguna ocasión lo tratamos de imitar, aunque con escasa fortuna porque lo que resultó fue, más bien, una caricatura. Me refiero al experimento de Cánovas en el último cuarto del XIX, con la noble intención de plantar de modo estable un parlamentarismo civilizado en nuestro país por la vía de un bipartidismo que, al traducirlo del inglés, quedó artificioso y chirriante. Es sabido que los implantes no suelen prosperar sólo con buena voluntad. Curiosamente, luego, sin proponérnoslo, nos salió uno, la mar de majo, en la primera etapa de nuestra democracia que recién hemos arrojado a la basura (el bipartidismo, no la democracia… por ahora).
Cuando se firmaron los Tratados de Roma, allá por los cincuenta, los británicos lo esquivaron con gesto displicente ‒alguien más cheli que yo diría que hicieron la cobra a los firmantes‒. Ya Churchill en un famoso discurso nada más terminada la guerra había sugerido la creación de unos Estados Unidos de Europa en los que Inglaterra debía reservarse la tarea de observar y ayudar desde el otro lado del canal pero sin participar ‒nueva versión del splendid isolation decimonónico‒. Pero, la vida es dura, y en los sesenta ya estaban llamando a la puerta de la CEE, tan pronto comprendieron que el artilugio que comandaban en el continente en forma de unión aduanera (la EFTA, hoy reducida a Islandia, Noruega, Liechtenstein y Suiza) no satisfacía sus expectativas. La economía manda más que el orgullo. Precisamente el orgullo sufrió bastante aquellos años en los que Europa ignoraba los aldabonazos británicos por la negativa francesa a abrirles la puerta ‒De Gaulle se cobraba viejas facturas, pensábamos entonces, o los conocía muy bien, pensamos ahora‒.
Tan pronto se les abrió la puerta adoptaron el papel de china en el zapato. En lugar de adaptarse a los modos y aspiraciones de Europa, nunca cejaron en el empeño de que Europa se adaptara a sus afanes e intereses. La entrada la había facilitado la inicial táctica comunitaria de empezar la unión por la economía; en realidad los británicos esperaban que se limitara a eso. Su presencia en las instituciones supuso un freno a los compromisos netamente políticos, se refirieran a la constitución interna de la Unión o a sus relaciones con el exterior, y aquellas decisiones económicas que implicaban acercamiento político, como la moneda única, si no las bloquearon fue porque obtuvieron la exención. La situación ha sido cada vez más incómoda ya que los avances en la unión económica reclamaban imperiosamente mayores compromisos políticos. Eso, unido a la crisis determinó la formación de una opinión euroescéptica en amplios sectores de la población, cultivada con éxito por el populismo de moda, a la que un mandatario con problemas e irresponsabilidad, Cameron, abrió la puerta del referéndum, instrumento que siempre está en la agenda de cualquier demagogo que se precie.
Nadie puede en este momento, en que se amplía una y otra vez el plazo para la salida, cuál va a ser el resultado final, pero sí se pueden extraer conclusiones que nos dicta la experiencia: que el comportamiento del Reino Unido nunca fue leal; que el retraso en la unión política es en buena medida achacable a la actitud reticente, cuando no obstruccionista de los británicos; que la salida va a ser costosa para todos, pero ellos van a tener que sumar el descrédito de su imagen, que pasa de deslumbrante a ridícula por el espectáculo que están dando sus políticos bajo las cubiertas del falso gótico de su parlamento y fuera de ellas; que (no hay mal que por bien no venga) dar dos pasos adelante y uno hacia atrás ha permitido debatir hasta la saciedad, no tomar decisiones precipitadas y una maduración que, por ser lenta, puede ser más sólida. Amen.
Cuando se firmaron los Tratados de Roma, allá por los cincuenta, los británicos lo esquivaron con gesto displicente ‒alguien más cheli que yo diría que hicieron la cobra a los firmantes‒. Ya Churchill en un famoso discurso nada más terminada la guerra había sugerido la creación de unos Estados Unidos de Europa en los que Inglaterra debía reservarse la tarea de observar y ayudar desde el otro lado del canal pero sin participar ‒nueva versión del splendid isolation decimonónico‒. Pero, la vida es dura, y en los sesenta ya estaban llamando a la puerta de la CEE, tan pronto comprendieron que el artilugio que comandaban en el continente en forma de unión aduanera (la EFTA, hoy reducida a Islandia, Noruega, Liechtenstein y Suiza) no satisfacía sus expectativas. La economía manda más que el orgullo. Precisamente el orgullo sufrió bastante aquellos años en los que Europa ignoraba los aldabonazos británicos por la negativa francesa a abrirles la puerta ‒De Gaulle se cobraba viejas facturas, pensábamos entonces, o los conocía muy bien, pensamos ahora‒.
Tan pronto se les abrió la puerta adoptaron el papel de china en el zapato. En lugar de adaptarse a los modos y aspiraciones de Europa, nunca cejaron en el empeño de que Europa se adaptara a sus afanes e intereses. La entrada la había facilitado la inicial táctica comunitaria de empezar la unión por la economía; en realidad los británicos esperaban que se limitara a eso. Su presencia en las instituciones supuso un freno a los compromisos netamente políticos, se refirieran a la constitución interna de la Unión o a sus relaciones con el exterior, y aquellas decisiones económicas que implicaban acercamiento político, como la moneda única, si no las bloquearon fue porque obtuvieron la exención. La situación ha sido cada vez más incómoda ya que los avances en la unión económica reclamaban imperiosamente mayores compromisos políticos. Eso, unido a la crisis determinó la formación de una opinión euroescéptica en amplios sectores de la población, cultivada con éxito por el populismo de moda, a la que un mandatario con problemas e irresponsabilidad, Cameron, abrió la puerta del referéndum, instrumento que siempre está en la agenda de cualquier demagogo que se precie.
Nadie puede en este momento, en que se amplía una y otra vez el plazo para la salida, cuál va a ser el resultado final, pero sí se pueden extraer conclusiones que nos dicta la experiencia: que el comportamiento del Reino Unido nunca fue leal; que el retraso en la unión política es en buena medida achacable a la actitud reticente, cuando no obstruccionista de los británicos; que la salida va a ser costosa para todos, pero ellos van a tener que sumar el descrédito de su imagen, que pasa de deslumbrante a ridícula por el espectáculo que están dando sus políticos bajo las cubiertas del falso gótico de su parlamento y fuera de ellas; que (no hay mal que por bien no venga) dar dos pasos adelante y uno hacia atrás ha permitido debatir hasta la saciedad, no tomar decisiones precipitadas y una maduración que, por ser lenta, puede ser más sólida. Amen.
5 abr 2019
POPULISMO A LA MEXICANA
AMLO-Trump. Caricatura en Twiter |
Pierre Vilar, el famoso hispanista francés, ha dejado escrito, parafraseando a Lenin que el “imperialismo español en América” sería “la última etapa del feudalismo”. En el caso de la colonización hispánica hay que tener en cuenta, para entenderla, el universo mental en el que se mueven sus protagonista que es el del feudalismo tardío, o la modernidad temprana, si se quiere; y por supuesto las construcciones sociales, jurídicas… etc. en las que forzosamente actúan, no solo el estado de las tecnologías entre contendientes. La presencia castellana en América y la conquista (finales del XV y primera mitad del XVI) fue el primer episodio de la colonización europea: adelantó en más de un siglo a la británica, por ejemplo, ya en pleno desarrollo del capitalismo inicial. Juzgarla con parámetros del siglo XXI es un ejercicio inútil, si no malicioso.
John H. Elliott, conocidísimo hispanista inglés, ha hecho un reciente estudio de historia comparada, una de sus especialidades, entre el imperio español y el británico: Imperios del mundo atlántico. España y Gran Bretaña en América, 1492-1830. Madrid, 2006. De él el español no sale ni mucho menos malparado. Sin entrar en el detalle de las diferencias que se explican por las distintas y complejas circunstancias, baste con señalar el reconocimiento de la superioridad moral de la acción de España, aunque solo sea porque generó una interesante polémica interna sobre la legitimidad de la conquista y el trato a los indios, que dio lugar a una acción legislativa (Leyes de Indias), de las cuales, la polémica y la legislación, ni de algo parecido, encontramos rastro en las otras potencias colonizadoras europeas de la época.
Matthew Restall, historiador británico, ha publicado Los siete mitos de la conquista española de América. Barcelona, 2004. Ya en el título puede apreciarse el afán revisionista que lo mueve, aunque tal intención no afecte gran cosa al mundo académico, que tiene ya descontados tales mitos en gran medida. En el libro se manejan, en general, las fuentes españolas e indígenas con profundidad e inteligencia sin perder por eso el carácter de best seller histórico al alcance del gran público. El autor es uno de esos historiadores afortunados que saben llegar al profano en la materia sin perder rigor científico. Los siete mitos o ficciones son: 1) el mito de los hombres excepcionales ; 2) la creencia de que la conquista fue realizada por los ejércitos regulares de España (aquí); 3) el mito del conquistador blanco, en referencia a la presencia de la numerosa participación de indígenas en las acciones contra aztecas, incas, etc. que relativizan el protagonismo español y sugieren la guerra civil, de la que los conquistadores sacan provecho para sus intereses; 4) el mito de que la conquista se completó en la 1ª mitad del XVI; 5) el mito de la comunicación y el fallo comunicativo entre españoles e indígenas; 6) la falacia del exterminio indígena; y 7) el mito de la superioridad española. El prestigio crítico de Restall es un acicate para su lectura que resulta sin duda provechosa para el tema que nos ocupa.
Podría proponer más lecturas sugerentes para el tema, como quizás otro best seller reciente: Imperiofobia y leyenda negra. De Roca Barea (Madrid 1918), Que dedica amplio espacio a la acción en América, pero sería a costa de la extensión deseada para este artículo.
Es obvio que la iniciativa de López Obrador no hace nada por la historia; probablemente tampoco por la política, si hemos de hacer caso al historiador y escritor mexicano Enrique Krauze, que en un reciente artículo en El País exponía el riesgo de que, con tan inoportuna y absurda demanda, se rompa una tradición de acercamiento y comprensión entre España y México que dura ya ochenta años.
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