Otra vez a las urnas. Dicen que es la fiesta de la democracia pero lo cierto es que no hay elecciones que no nos pongan a cavilar. Hasta a la víspera la llamamos día de reflexión, suspendiéndose por ley todo ruido propagandístico para que las cogitaciones (me apetece usar el palabro por lo que se parece a retortijones) se desarrollen sin malignas manipulaciones alienantes. Luego, pese a tantas facilidades, pocos serán los que puedan dar cuenta fiel de su voto y sus porqués. Por mi parte la cosa está por fin clara y la cuento sin tardar.
Yo he votado siempre a la oposición. Quiero decir que de quien votaba esperaba que no pudiera gobernar sino que tuviera un pasar decente en la oposición. Me ocurrió por primera vez en las primeras elecciones democráticas en el postfranquismo, aunque no fuera consciente en aquel momento. Militaba entonces en un partido que tenía grandes expectativas, pero el resultado fue muy pobre. Al día siguiente me encontré con que la frustración de todos los compañeros contrastaba con un estado de ánimo por mi parte que si no era eufórico desde luego era de satisfacción. Entonces me di cuenta de que yo no quería que mi partido ganara. Puede ser que lo conociera demasiado bien como para querer que manejara mi vida desde las instituciones del Estado; de los demás no sabía tanto. Después, cuando sólo era ya un elector libre de compromisos de militancia, he votado siempre a perdedores, salvo alguna excepción que ahora no sabría precisar. Y desde luego nunca tuve sensaciones de abatimiento porque no saliera airosa mi opción, en realidad la votaba para la oposición, así que me consideraba, si no ganador, al menos pagado.
Quizás esto parezca una patología. A mí me lo pareció la primera vez que se me hizo evidente. Ahora no, porque, estoy muy seguro, esperar la felicidad de la política es el camino más corto a la melancolía. Nos puede proporcionar momentos de éxtasis pero a su lado hay siempre océanos de desencanto, chascos a millares, fracasos insondables e inconsolables… Por el contrario, votar al perdedor con la intención de que no deje de serlo garantiza casi siempre un éxito seguro; previene los males de conciencia por una legislatura, lo que no es poco; mantiene la autoestima al autopercibirnos al margen del vulgar interés por el triunfo inmediato, que ignora el fracaso mediato y la ruina final; y, en fin, nos libra de vanidades vacuas. Votar a alguien con la esperanza de que no salga elegido puede parecer una contradicción, pero, si de verdad lo fuera, que no lo creo, ¿acaso importa una más? La cuestión es actuar con tino, no sea que el destinatario de nuestra desconfianza, por nuestro voto y el de algún despistado más, resulte ganador.
Seguro que lo habéis estado viendo venir; y sí, lo confieso, puede que, por todo lo dicho y por todo lo callado, esta vez vote por fin a Podemos. Aunque ¡ojo! acabo de enterarme de que el jefe de gabinete de Iglesias es un argentino peronista que luce en su despacho un deslumbrante retrato de Evita. Bueno… quizás por eso.
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