13 abr 2019

BREXIT OR NOT BREXIT THAT IS THE QUESTION

El Brexit ha cambiado la imagen que teníamos del Reino Unido. Sencillamente lo ha traído al mundo de los mortales, donde habitamos los continentales. Nunca fui un mitómano, lo que me libró de devociones vergonzantes, no de otros sonrojos, lamentablemente, pero es una evidencia que su sistema político viene despertando envidias desde hace doscientos años por su estabilidad y capacidad para adaptarse y perdurar. Nosotros, los españoles, sin ir más lejos, hemos encontrado allí inspiración muchas veces y en alguna ocasión lo tratamos de imitar, aunque con escasa fortuna porque lo que resultó fue, más bien, una caricatura. Me refiero al experimento de Cánovas en el último cuarto del XIX, con la noble intención de plantar de modo estable un parlamentarismo civilizado en nuestro país por la vía de un bipartidismo que, al traducirlo del inglés, quedó artificioso y chirriante. Es sabido que los implantes no suelen prosperar sólo con buena voluntad. Curiosamente, luego, sin proponérnoslo, nos salió uno, la mar de majo, en la primera etapa de nuestra democracia que recién hemos arrojado a la basura (el bipartidismo, no la democracia… por ahora).

Cuando se firmaron los Tratados de Roma, allá por los cincuenta, los británicos lo esquivaron con gesto displicente ‒alguien más cheli que yo diría que hicieron la cobra a los firmantes‒. Ya Churchill en un famoso discurso nada más terminada la guerra había sugerido la creación de unos Estados Unidos de Europa en los que Inglaterra debía reservarse la tarea de observar y ayudar desde el otro lado del canal pero sin participar ‒nueva versión del splendid isolation decimonónico‒. Pero, la vida es dura, y en los sesenta ya estaban llamando a la puerta de la CEE, tan pronto comprendieron que el artilugio que comandaban en el continente en forma de unión aduanera (la EFTA, hoy reducida a Islandia, Noruega, Liechtenstein y Suiza) no satisfacía sus expectativas. La economía manda más que el orgullo. Precisamente el orgullo sufrió bastante aquellos años en los que Europa ignoraba los aldabonazos británicos por la negativa francesa a abrirles la puerta ‒De Gaulle se cobraba viejas facturas, pensábamos entonces, o los conocía muy bien, pensamos ahora‒.

Tan pronto se les abrió la puerta adoptaron el papel de china en el zapato. En lugar de adaptarse a los modos y aspiraciones de Europa, nunca cejaron en el empeño de que Europa se adaptara a sus afanes e intereses. La entrada la había facilitado la inicial táctica comunitaria de empezar la unión por la economía; en realidad los británicos esperaban que se limitara a eso. Su presencia en las instituciones supuso un freno a los compromisos netamente políticos, se refirieran a la constitución interna de la Unión o a sus relaciones con el exterior, y aquellas decisiones económicas que implicaban acercamiento político, como la moneda única, si no las bloquearon fue porque obtuvieron la exención. La situación ha sido cada vez más incómoda ya que los avances en la unión económica reclamaban imperiosamente mayores compromisos políticos. Eso, unido a la crisis determinó la formación de una opinión euroescéptica en amplios sectores de la población, cultivada con éxito por el populismo de moda, a la que un mandatario con problemas e irresponsabilidad, Cameron, abrió la puerta del referéndum, instrumento que siempre está en la agenda de cualquier demagogo que se precie.

Nadie puede en este momento, en que se amplía una y otra vez el plazo para la salida, cuál va a ser el resultado final, pero sí se pueden extraer conclusiones que nos dicta la experiencia: que el comportamiento del Reino Unido nunca fue leal; que el retraso en la unión política es en buena medida achacable a la actitud reticente, cuando no obstruccionista de los británicos; que la salida va a ser costosa para todos, pero ellos van a tener que sumar el descrédito de su imagen, que pasa de deslumbrante a ridícula por el espectáculo que están dando sus políticos bajo las cubiertas del falso gótico de su parlamento y fuera de ellas; que (no hay mal que por bien no venga) dar dos pasos adelante y uno hacia atrás ha permitido debatir hasta la saciedad, no tomar decisiones precipitadas y una maduración que, por ser lenta, puede ser más sólida. Amen.

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