¿Qué decir de la Semana Santa? Insistir en que rememora los atávicos ritos de fertilidad propios del equinocio primaveral, que no otra cosa es el sacrificio de una víctima que con su sangre renueva la vida, efecto simbolizado en su propia resurrección, no es ni novedoso ni sirve de consuelo. Hoy, cuando hace tiempo que perdimos todo contacto con la naturaleza y nuestros hijos aprenden en la escuela qué es sembrar, cultivar y cosechar, o para ver un burro han de ir al zoológico, un ritual así se nos presenta como surrealista. ¿Por qué se sigue haciendo? Hay una razón comercial que a nadie hay que explicar, por obvia; luego, está aquello de las señas de identidad; por último, cómo no, una porción de sentimiento religioso, tan confuso, caótico e ininteligible que no cabría en la teología más loca, pero ante el que, al parecer, hay que inclinarse porque comparte dos adjetivos sacralizados: popular y religioso, ahí es nada.
Dejar algo en manos del pueblo tiene sus riesgos. La iglesia oficial siempre ha tenido una incómoda convivencia con las celebraciones populares de Semana Santa, pero al final, aunque dando con disimulo la espalda, como avergonzada de su propia obra, acaba consintiendo; quien algo quiere algo le cuesta y mantener la hegemonía espiritual de la colectividad (que también genera réditos menos sutiles) tiene un precio a pagar, aunque éste sea la corrupción de las verdades vertebradoras del credo, de cuya pureza dicen ser responsables. La idolatría, la más evidente de las desviaciones de estos días de Pascua, eclosiona en la devoción a las imágenes, más numerosas que variadas (pasos, en la denominación tradicional, por su origen dramático), que se acompaña de acciones sorprendentes: desde la canción que entonan los legionarios (los de verdad, no los de Cristo) proclamándose novios de la muerte mientras hacen piruetas con sus armas en la estela de un Cristo muerto, reducido a papel de figurante, al Gaudeamus igitur que, por no ser menos, cantan los cofrades de la hermandad de Estudiantes, que, si lo son, no saben que la canción habla del disfrute de la vida y de la nada que nos espera tras ella (¿por qué quitarían el latín del currículum escolar?). Todo un festival de castizo surrealismo. Las imágenes se visten, engalanan y enjoyan con inusitada riqueza; se las traslada de los templos donde permanecen durante el año a las casas de las hermandades donde hay espacio suficiente para montar gigantescos tronos sobre los que procesionarán, sin desmerecer un ápice de lo que harían con sus ídolos en la Babilonia de hace miles de años nuestros ancestros mesopotámicos. La truculencia barroca de las escenas de pasión representadas alcanza los límites de lo soportable con un abuso de cruces y de sangre que mana de heridas infringidas por látigos, espinas, clavos… que se prolonga en la representación del dolor y la angustia de la Madre con un corazón también atravesado por puñales o espinas. Un recrearse en la sangre que sólo se ve en los espectáculos gore alimentadores del morbo que al parecer yace en el fondo de nuestra alma, supongo que en unos más que en otros.
Casticismo, surrealismo y truculencia que hoy ha alcanzado una dimensión comercial y política de dimensiones jamás imaginadas. En el primer caso, atrayendo legiones de turistas que completan la percepción de España que les proporcionó el espectáculo taurino, mientras nutren con su gasto bolsillos particulares y arcas públicas; en el segundo, con la entrega incondicional de la ciudad a las bandas organizadas de meapilas o capillitas y con la inmersión de políticos de todo pelaje en el circo escatológico, por sus habilidades populistas o porque no dan para más (véase como perla última el proyecto parlamentario de Gordillo, el Lenin de Marinaleda, sobre la virgen Macarena y su indumentaria; como si a mí, votante de izquierdas, un suponer, me importasen un carajo los aditamentos que le cuelguen a una imagen).
Como lo oís, vivir en Andalucía en Semana Santa es un coñazo, con perdón de feministas y bien hablados.