No hay país con más solera en asunto de espías que Inglaterra. En el siglo XVI, un ancestro de James Bond, Christopher Marlowe, que a las ordenes de Lord Walsingham había descubierto y contribuido a desmontar (con su buena dosis de sangre, como era habitual en el tiempo y el lugar) alguna conspiración católica contra Isabel I, resultó muerto de una puñalada en un ojo, en circunstancias extrañas: había permanecido todo el día en una posada de Deptford en compañía de unos amigos con los que al final riñó por la cuenta, con resultado fatal(1). El cuerpo de Marlowe fue a parar a una tumba sin identificación (de su alma no consta el destino) y el asesino puesto en libertad a los pocos días por considerar el juez que fue un homicidio involuntario o en defensa propia. Christopher tenía entonces 29 años y era algo más que un espía: la crítica literaria posterior le ha considerado siempre un precursor de Shakespeare por sus dramas (El judío de Malta, La masacre de París, Eduardo II, El doctor Faustus, Dido, reina de Cartago…), por sus relaciones en la corte, por su formación y por su ambigüedad sexual y religiosa. A algunos estudiosos les parece increíble este relato y prefieren pensar que fue un montaje con el fin de hurtarlo a la justicia (había sido acusado de homosexual y ateo) o hacerlo desaparecer para que continuara su labor de espionaje en el extranjero (o ambas cosas) desde donde envió su producción literaria, que, según dicen, no cesó, y que fue firmada por un hombre de paja: W. Shakespeare, actor de su confianza con el que había colaborado antes. En síntesis, ésta es la teoría Marlowe, una de las más interesantes, ya que no la primera, de las que tratan de desmontar la autoría shakesperiana.
La cuestión es que existen muy serias dudas respecto a que el actor William Shakespeare(2) pudiera ser el autor de la obra que se le adjudica ya que según todos los indicios carecía de la cultura y de la formación que demuestra tener el que las redactara (conocimiento de los clásicos, de lenguas extranjeras, del léxico, hábitos y técnicas militares y de la marina, así como legales, históricos y matemáticos), a lo que habría que unir la maestría literaria de un genio. Al fin y al cabo el tal Shakespeare, Shakspere, Shagspaw o Shogspere (su nombre es igualmente enigmático) nacido en un humilde hogar de Stratford on Avon, no parece que recibiera más que una escasa educación, como sugiere su origen y confirman los análisis grafológicos de huellas caligráficas que conservamos en algunos documentos de carácter jurídico y la ausencia de libros o cualquier clase de manuscritos en su legado testamentario.
Las dudas vienen de lejos, ya en el XVIII se sugirió la posibilidad de que detrás del extraño nombre del dramaturgo estuviera nada menos que Francis Bacon, estadista, filósofo (desarrolló el método inductivo base del empirismo y la ciencia experimental) y escritor de excelentes ensayos al estilo de Montaigne. Pero también miembro de sociedades secretas, como los Rosacruces, cuyos componentes se denominaban a sí mismos spear-shakers, del que el famoso apellido parece su inversión. Se nos escapan las razones que tuviera para mantener el anonimato, quizá que el teatro era en el mundo isabelino una actividad nada recomendable para una persona de prestigio y de sangre noble.
Las mismas razones para ocultarse bajo seudónimo pudo tener Edward de Vere, XVII conde de Oxford, tercero en discordia (aunque primero en las preferencias de muchos especialistas) en este baile de candidatos a la autoría de Romeo y Julieta o Hamlet, pero no el último, aunque yo me quedo ya aquí. Sólo agregar que incluso cabe la posibilidad de que el autor no sea uno solo, hay quien apuesta por un consorcio de escritores que utilizaban el seudónimo colectivo de Shakespeare, de grafía o fonética parecida al nombre del actor de Stratford.
Por ahora todo se mueve en el terreno de las hipótesis, porque no existe ningún documento, ninguna prueba definitiva. La variedad en las posibles soluciones se debe a que las dudas sobre la autoría son antes que las posibilidades de uno u otro candidato a adjudicársela. De momento, y mientras no nos demuestren lo contrario, seguiremos imaginando al joven del retrato (parece un muchacho despierto) tramando las cuitas amorosas de Otelo y Desdémona, por ejemplo.
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1.- Anthony Burgess, autor entre otras obras de La naranja mecánica, llevada al cine por Kubrik, publico el mismo año de su fallecimiento (1993) una novela histórica, Un hombre muerto en Deptford, en la que expone con genialidad su visión de estos hechos. En castellano, Ediciones Alfaguara, 2008.
2.- Aunque no es el mejor artículo de Wikipedia lo he utilizado para el enlace porque ofrece una síntesis difícil de hallar en otro lugar. Quizá sea mejor el correspondiente en inglés.
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