14 jun 2010

Ocaso de una época


Lo que hemos venido llamando Estado del bienestar no surgió por obra de la Providencia o de la naturaleza, como algo inevitable, fue el producto de la postguerra y de la guerra fría y, por supuesto, de la forzada coexistencia con el bloque socialista. La Unión Soviética ensayaba una alternativa al capitalismo que era la airada contestación a la situación insoportable de las masas ante el imperio del mercado libre. El ahogo de las libertades políticas en el régimen bolchevique parecía a muchos, los excluidos del banquete capitalista, una nimiedad perfectamente sacrificable en aras de la justicia social, que, lograda, forjaría la verdadera libertad, no esa especie de pequeño lujo burgués que eran las democracias liberales.
Los éxitos iniciales del régimen soviético y el estado de postración en Europa tras la guerra puso en marcha políticas que trataron de impedir el contagio de los trabajadores europeos con las ideas y los proyectos del socialismo bolchevique, que se extendía como una mancha de aceite desde el Este. Junto a las acciones de fuerza que levantaron el telón de acero y la construcción de la alianza atlántica (OTAN), otras de carácter económico como el plan Marshall, y, con los recursos que él generó, políticas sociales encaminadas a mitigar la asfixiante situación económica de las masas y evitar que miraran con envidia y esperanza a los países comunistas.
En unas décadas muchos países europeos levantaron estados acostumbrados a intervenir para estimular la actividad económica, orientar su desarrollo y tutelar a la sociedad protegiendo a los individuos en situaciones de precariedad. El estímulo venía por igual de las inercias intervencionistas que procedían de la guerra como de la necesidad de competir con el comunismo del Este, creando una sociedad sin grandes diferencias económicas o, en todo caso, sin los abismos vertiginosos que el libre mercado creaba. En los años sesenta, en el norte del continente sobre todo, parecía haberse consolidado una tercera vía, un tipo de organización que sin abandonar el capitalismo intervenía socialmente, no necesitaba del dirigismo asfixiante de la Europa oriental y conservaba las libertades democráticas. Básicamente fueron el laborismo británico, el SPD alemán y los socialismos nórdicos, los responsables del invento, pero su influjo se extendió a toda la Europa llamada occidental (incluidas algunas dictaduras) y hasta parecía querer saltar el Atlántico.
En el último cuarto del siglo XX se produjo un cambio radical. La crisis del petróleo (1973) puso en evidencia la validez de las recetas intervencionistas que habían funcionado hasta entonces y, primero en Inglaterra y después en otros lugares del corazón socialdemócrata, se empezaron a aplicar políticas liberales, avaladas por una emergente teoría económica que hundía sus raíces en el más rancio liberalismo. Al mismo tiempo, el bloque soviético, que venía dando muestras de debilidad desde hacía algún tiempo, empezó a desmoronarse espectacularmente. En un par de décadas la amenaza comunista había desaparecido, se había convertido en historia. Sin él la tercera vía carecía del estímulo externo, y el interno se puso en cuestión desde que el neoliberalismo demostró cierta eficacia para remontar la crisis. Nada paró ya la carrera hacia el libre mercado, pero Europa seguía conservando, como peculiaridad de su idiosincrasia política, un núcleo del Estado del bienestar. En América latina y Sureste asiático, sin esa tradición, los organismos internacionales, controlados ya por los nuevos ideólogos y los viejos intereses, entraron a saco en la primera oportunidad ensayando fórmulas del más salvaje liberalismo. con los dramáticos resultados conocidos.
La globalización ha marcado el triunfo del nuevo sistema; el capital ha circulado por el mundo sin restricción alguna, mostrando así efectivamente (y simbólicamente) su coerción sobre los gobiernos que han ido cediendo en su beneficio porciones crecientes de soberanía. La crisis, que no es más que el resultado del funcionamiento caótico del mercado, que conduce inexorablemente a la formación de burbujas especulativas y a convulsiones como la presente, no va a servir para rectificar, sino, como se está viendo, para imponerse de modo absoluto sobre los gobiernos, que, urgidos desde instituciones financieras y organismos internacionales desmontan los últimos restos del Estado del bienestar en busca de un supuestamente benéfico déficit cero, en realidad, su desarme económico.
¿Será casualidad que la crisis se haya cebado con Europa, o será que al mercado no le gusta ese modelo? La ética liberal dice que el gasto es cosa privada, los Estados deben ser austeros, los ciudadanos que necesitan de su protección que espabilen. A eso vamos.

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1 comentario:

jaramos.g dijo...

Amigo, chapeau. ¡Qué gran artículo! ¡Cómo me ha abierto los ojos! Te lo juro. Que siga, por favor.