«¿Es España diferente? Desde luego durante la mayor parte del siglo XX los españoles han estado convencidos de que lo era. Pero esta creencia en la excepcionalidad de su país no estaba fundada en el orgullo por su libertad política, sus logros científicos o tecnológicos, sus conquistas imperiales o su relevante papel como potencia internacional –a diferencia de lo que ocurría, por ejemplo, con los británicos en el siglo XIX o con los americanos en el siglo XX–. Por el contrario, la excepcionalidad española se basaba en el reconocimiento de una inestabilidad política crónica, de un retraso económico y tecnológico, de una serie de desastres militares y, sobre todo, de la pérdida del imperio; en resumen, de un sentimiento de inferioridad»(**).
No voy a tratar de si de verdad es o no España diferente, quizá en otra ocasión, sino de la repercusión que ha tenido ese sentimiento de inferioridad que a mí juicio es incuestionable. Sus causas, justificadas o no, tampoco merecen discusión; en el breve texto de Townson están meridianamente claras.
En los años 40/50, durante mi infancia, oía con frecuencia a los mayores asegurar que España era ingobernable; que los españoles, por su individualismo, no se dejaban dirigir y que, por eso, se necesitaba una mano firme, como la del general Primo de Rivera, o, mejor aún, la de Franco, tan dura como la situación requería. El éxito de la dictadura (38 años de permanencia) no se puede explicar sin el triunfo de esta estúpida idea –estúpida porque por ser individualista no se deja uno conducir como un rebaño–. La democracia no nace de la nada; para que sea viable requiere un proceso previo de robustecimiento de la conciencia individual. Sólo una sociedad de individuos maduros, capaces de hacer frente a los miedos y zozobras que la libertad pone ante nosotros, es capaz de construir una convivencia democrática. Lo que faltaba a los españoles era seguridad en sí mismos, falta de confianza en sus capacidades de convivencia. Adolecían de un complejo de inferioridad que les llevó a hacer dejación de sus responsabilidades de ciudadanos en manos de un caudillo de zarzuela, ignorante, taimado y cruel. Por supuesto que el ejercicio de libertad que la República ofrecía hubiera contribuido a fortalecer y consolidar, a su vez, la conciencia individual, de no haber sido por la situación de pre revolución social y otros fenómenos que condujeron a su fracaso, engrosando la cuenta de las frustraciones.
Otro aspecto más duradero del sentimiento de inferioridad amenaza con el fracaso del Estado que no acabamos de hacerlo encajar con el de nación, concepto sobre el que hace dos siglos se gestaron las dos explicaciones básicas que perduran hoy: una escuela alemana (Herder, Fichte) lo vincula con fenómenos involuntarios como la sangre, la lengua, la cultura, que nos vienen dados; la escuela francesa, por el contrario, tiene de ella (la nación) una concepción política, « La existencia de una nación es un plebiscito de todos los días, como la existencia de un individuo es una afirmación permanente de vida...» (Renan), en suma, algo voluntario. Es evidente que en las comunidades con aspiraciones independistas (Euskadi, Cataluña) se ha instalado la primera concepción irracionalista y romántica. Desde el otro lado simplemente se la niega, ofreciendo en su lugar otro nacionalismo del mismo corte que ve en España una unidad (tan fantasmagórica como las diferencias de que alardean ellos), pero no ofrecen la segunda opción, racionalista, democrática y superadora de antagonismos nacionalistas. Para mí que el quid de la cuestión está en que los independentistas huyen del complejo de inferioridad diciéndose, “el fracaso no es nuestro sino de España” y se impacientan por crear un proyecto propio que les permita empezar de cero; por su parte los otros no ponen su voluntad en construir un proyecto común con suficiente atractivo para ser aceptado por todos, sino en mantener bien trenzados los lazos que, de cualquier manera, anudó la historia. La idea de una nación como proyecto voluntariamente aceptado es racional, flexible y moderna, aunque tiene el peligro del fracaso, como toda propuesta y, por eso, se necesita estar exento de complejos para emprenderla y mantenerla.
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* La frase, sin la interrogación, es un chiste de Cánovas del Castillo cuando se discutía el texto de la Constitución de 1876.
**¿Es España diferente? Una mirada comparativa (siglos XIX y XX). Nigel Townson (dir). Ed. Taurus, Madrid, 2010. Colaboran con un capítulo cada uno: José Álvarez Junco, Edward Malefakis, Pamela Radclif, María Cruz Romero Mateo y Nigel Townson. Pag. 11.
2 comentarios:
Lo mismito que ahora se dice que no puede haber democracias en "sociedades islamicas" ...
Por aquí ay un independentismo que tira del modelo "frances", lo mismo que hay un nacionalismo no independentista que tira del modelo "alemán".
El "problema" de la nación como pacto social voluntario de los ciudadanos es que, habiendo ciudadanos que se sienten y quieren ser de una nación o de otra, someterlos a la decisión de una mayoría es violentarlos.
( y lo mío es peor, yo ni me siento ni tengo ningún interes en ser català ni español ... )
Deberíamos ser capaces de organizar la administración de los territorios sin que estos, ni sus ciudadanos, tengan que adscribirse a una identidad nacional concreta y unica.
El modelo imperial o el de las taifas o el de las ciudades italianas me parece más practico.
Laicismo no solo de religión, también nacional.
Y que cada cual escoja el sentimiento nacional o religioso que le apetezca o que no escoja ninguno.
Yo no sé si del excelente post de ARC y/o del comentario de "Eclesiastés" se deduce que el vínculo que une a las comunidades (llamémosles así) para formar la nación es y debe ser provisional, voluntario, fruto de la decisión de dichas comunidades por separado. Parece una IDEA atractiva, hija del respeto a la libertad de los individuos y la sociedades, etc. Pero también la veo como algo poco práctico, un tanto IDEALISTA. ¿Cómo se organiza, se desarrolla, se relaciona con el resto del mundo... una nación así de inestable? Saludos, amigos.
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