Hace unas décadas (años 60) una
ola revolucionaria, postcolonial, recorrió la zona estableciendo regímenes de
tendencia laica, republicanos y socializantes, que desbancaban a la
administración colonial directamente o a las monarquías teocráticas y
despóticas que habían pactado la independencia con las metrópolis europeas
(Reino Unido y Francia fundamentalmente), a la vez que marginaban movimientos
político-religiosos más o menos fundamentalistas (Hermanos musulmanes,
etc.), levantando un muro de contención frente a ellos. La ‘guerra fría’,
todavía con gran fuerza en aquella época, les permitió obtener ventajas de uno
y otro bloque, jugando la carta del ‘tercer mundo’ (Nasser). Fuera cual
fuera su inclinación, lo cierto es que estaban en el camino de la modernidad,
distanciándose del islamismo e inclinándose hacia el bloque del Este (‘socialista’)
o hacia el capitalista. En las relaciones internacionales jugaron un papel
positivo al dar consistencia al bloque creciente de los no alineados, enfriando
la guerra fría y creando la esperanza de una modernización del mundo árabe que,
por primara vez, se veía factible y próxima. En el interior se ensayó una
legislación laica, que, por ejemplo, en el derecho de familia aflojó las
ataduras del islam sobre la mujer de Túnez a Bagdad, pasando por El Cairo o
Damasco.
Dos fenómenos, que han interactuado
entre sí, vinieron a trastocar este camino abierto, que sí que era esperanzador
y hubiera merecido entonces la denominación de primavera:
1. La
evolución interna de los regímenes, en su origen revolucionarios, que se fueron
transformando en dictaduras personales, incapaces de crear estructuras
democráticas de control. Como en tantas otras ocasiones un régimen
revolucionario evoluciona hacia el despotismo aplazando indefinidamente la
creación de controles democráticos por la necesidad, y con la escusa, de combatir
a las fuerzas reaccionarias, aún amenazantes. En este caso, además, los
partidos en que se apoyaron los líderes revolucionarios eran estructuras ideológicamente
endebles y con insuficiente arraigo social como para haber frenado la deriva
hacia los personalismos despóticos y corruptos; al contrario, fueron un
instrumento para incrementarlos. Esto ocurrió así en Egipto, en Túnez, en
Argelia, en Siria, en Irak, en Yemen, en Libia…
2. El
proceso de la globalización, que desde los 80 se fue convirtiendo en el
instrumento de control de la economía mundial por parte del capitalismo
financiero (identificado, como es natural, con los países ricos occidentales),
con el resultado de situar a los ciudadanos del antiguo tercer mundo como el
proletariado a escala global. Por una parte el empobrecimiento y la marginación
y por otra la traición política de sus dirigentes han sido percibidas por las
masas como una trampa monumental, frente a la que sólo cabía la reacción
política, que en el mundo musulmán es la vuelta a partidos y sistemas
islamistas. Que se haya usado y siga usándose el terrorismo como instrumento no
debe extrañar, ensayado ya en el conflicto israelí como la única respuesta posible
ante un poder tan injusto como aplastante por su fuerza incontestable.
No hay primavera, sino reacción
frente a un proceso de ‘modernización’ fracasado convertido desde hace años en
una caricatura dramática. Reacción que no conducirá a una convergencia con
estándares políticos occidentales sino a una profundización en soluciones
islamistas. De hecho los estados monárquicos, teocráticos y reaccionarios, la
otra facies del paisaje político musulmán, no han sido puestos en cuestión por
el movimiento, ni parece que vayan a ser molestados, salvo alguna leve
excepción.
2 comentarios:
Muy bien. Pienso que no debe extrañarnos el terrorismo; lo hemos alimentado en Occidente.
Un saludo
Estoy completamente de acuerdo con el nuevo punto de vista. La etiqueta "Primavera Árabe" fue puesta equivocada y prematuramente.
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