Hace unos días en El País
escribía M. Vicent sobre cómo la vida de los hombres se reducía a dar unas
ochenta vueltas, más o menos, a una bomba nuclear que llamamos Sol; podemos
ver esto como una triste realidad, pero también nos permite trocear en años el
tiempo (una vuelta completa), y tener
así la sensación de que lo controlamos (contar genera la misma ilusión de
posesión que a Adán le produjo nombrar a los animales). Sólo tenemos que
ponernos de acuerdo sobre el punto de la órbita que marcar como inicio. Ahí es
nada. Si el dios incordio de los israelitas produjo la confusión de lenguas,
convirtiendo el mejor instrumento con que contábamos para el entendimiento en mero
estorbo, debió también, aunque no se haya dicho, producir un desacuerdo semejante
en este punto.
Calendario egipcio |
Los egipcios situaban el año nuevo
poco antes del equinocio de otoño, despreciando conscientemente los grandes
hitos astronómicos aunque eran expertos en la ciencia de las estrellas; pero es
que contaban con un suceso anual más importante para sus vidas: el comienzo de
la inundación del Nilo, que ocurría cada año con extraordinaria puntualidad a
finales del verano. Cómo reprocharles que plantaran ahí el inicio del ciclo
anual.
El calendario romano primitivo
establecía el año nuevo en el equinocio de primavera, cuando renace la vida en
la tierra. En ese momento renovaban también su vida política, eligiendo las
magistraturas anuales, que eran casi todas. Precisamente por necesidades
político militares se retrasó el año nuevo (s. II a. n. e.) hasta el final
de las saturnales (fiestas del solsticio invernal), precedente de la Navidad
cristiana. El desfase que se producía entre el calendario astronómico y el
administrativo por desconocer la duración exacta del año (365d 5h 48m 45.25s.),
hizo el resto para que al final quedase en el punto que está hoy.
También fue producto de
decisiones políticas que febrero tenga sólo 28 días: aquellos que en el Senado hacían
la rosca a Julio Cesar, que se había autoerigido dictador, pusieron su nombre (Julius) al mes llamado Quintilis, pero como éste solo tenía 30
días decidieron, para que el número no fuera par, que era de mal agüero, sumarle
uno, que quitaron a febrero; La cosa volvió a repetirse con Octavio Augusto,
denominando Augustus al mes Sextilis y restando otro día más a
febrero, doblemente nefasto por ser par y estar dedicado a los
muertos; quitarle un par de días fue un alivio para todos.
Por si no había suficiente con
tanta manipulación innecesaria, llegó el colmo del despropósito con el
emperador Constantino (s. IV) que introdujo la semana, importándola de Oriente
Medio, donde se suponía que cada día estaba regido por un astro (el Sol, la
Luna y los cinco planetas conocidos entonces). Introducía así un elemento más
de irracionalidad ya que ni 365 ni 30 o 31 son divisibles por siete. En realidad la semana procedía de los
calendarios lunares, con ciclos de 28 días.
La Iglesia que dominó la vida
cultural y científica a partir de Constantino (todavía hoy sufrimos ramalazos
de su poder), se hizo con el control del calendario emprendiendo su última
reforma (Gregorio XIII, 1582), con la expresa finalidad de fijar la fecha de la
Pascua de resurrección (domingo siguiente al plenilunio posterior al
equinocio de primavera en el hemisferio norte), como fijara el Concilio de Nicea
(325), pero que en esa fecha contaban ya con 10 días de adelanto por el problema indicado
arriba. Se suprimieron los diez días sobrantes y se estableció otra norma para
los años bisiestos con la intención de impedir más desfases. Nueva distorsión
porque las festividades relacionadas con la pascua dependen de la luna y por
tanto no son fijas en el calendario solar.
Con el comienzo de la Edad
Contemporánea pareció que por un momento triunfaba la razón, así que lo mismo
que se creó un sistema de pesos y medidas racional con vocación universal (SMD)
se elaboró un calendario con ese mismo criterio (Calendario republicano),
aunque con menos éxito. Lo volvió a intentar la revolución soviética, sin más
acierto. Hoy, por fin, quiero pensar que sería posible un calendario universal,
racional y laico, superando sectarismos y localismos, en consonancia con la
globalización, signo de nuestra época.
Ya que no podemos evitar que el
tiempo se nos escape de entre las manos, por lo menos deberíamos intentar
contarlo bien, con precisión y elegancia.
3 comentarios:
Excelente artículo. La política es la causante de muchos "diferenciales" que nadie comprende...pero todos acabamos aceptando!
Saludos
Mark de Zabaleta
Tienes mucha razón, la mundialización sería un proceso social adecuado para volver a la racionalidad y hacer un calendario universal basado estrictamente en razones astronómicas, pero mucho me temo que estemos más cerca de Las Cruzadas II que de los observatorios de los astrónomos. Y es que los puñeteros se han ido tan altos a plantar sus anteojos que por aquí abajo ni los vemos ni los tenemos en cuenta.
Si fuera algo realmente útil, imprescindible, para los que gestionan los acuerdos y desacuerdos, ya se habrían puesto a la tarea hace tiempo, ¿no creéis? Por desgracia, las cosas son así. Perdón por mi escepticismo. Salud(os).
P.S.: Amigo Arcadio, colgué un par de artículos en mi blog "Ahí te quiero yo ver" y me hubiera gustado contar con algún comentario tuyo: "Desfonde español: 11-M y crisis" y "Porque el español no es España". Aunque hubiera sido para ponerme a parir, jeje. Buen año.
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