La consolidación del Estado
moderno a lo largo del XIX y XX se hizo aportando cada vez más servicios a los
ciudadanos, así como la garantía de sus derechos, también crecientes. Según la
interpretación que había aportado la izquierda revolucionaria el Estado no es
sino el instrumento utilizado por las clases dominantes para perpetrar y
mantener la explotación del hombre por el
hombre. Era posible justificarlo y superar visión tan negativa convirtiéndolo
en garante de los derechos de los ciudadanos y proveedor de medios y servicios
para una justa redistribución de la riqueza, demostrando así su naturaleza
democrática aunque haya sido adquirida tardíamente. Su nueva personalidad apuntaba
ya en el XIX, casi paralelamente al proceso de formación, pero no se consolidó
hasta el XX, como reacción ante la amenaza revolucionaria y por el acceso de
los socialismos moderados (revisionistas)
a los gobiernos en Europa. El discurso izquierdista sigue vivo porque continuamente
saltan a la vista mecanismos y reflejos que avalan la función denunciada arriba,
que, paradójicamente, convive con la de salvaguarda de los derechos y garantía
de igualdad que exige la democracia.
La visión que los ciudadanos
tienen de la función pública adolece, cómo no, de esta ambivalencia y genera un
comportamiento esquizoide ante ella. Las fisuras que surgen por esa actitud confusa
son utilizadas sistemáticamente por los intereses privados siempre al acecho de
beneficio, como muestran las recientes declaraciones contra los funcionarios
del presidente de la patronal, nada sorprendentes, por otra parte.
La actual condición de los
funcionarios es heredera de este proceso. En el XIX las administraciones
contrataban para las necesidades del Estado a empleados de los que se esperaba
lealtad más que competencia. Los cambios políticos, que en el siglo fueron
vertiginosos y muy numerosos producían relevos masivos en todos los escalones
de la administración, tanto por asegurar lealtades como por colocar a los
afines. La literatura del momento recoge la figura del cesante, funcionario que ha perdido el empleo porque los suyos
perdieron el gobierno, como una de los más característicos prototipos de la galería
social de la época. La situación resultaba insostenible y escandalosa en un
Estado de derecho. El intento de despolitizar a la administración
profesionalizando la gestión dio lugar al funcionario moderno. Se introdujeron
las oposiciones públicas como método de acceso y se aseguró el disfrute de su
plaza de por vida (“en propiedad”) para impedir que fueran relevados por
motivos políticos y para garantizar su independencia.
Así ha funcionado el Estado
español durante más de siglo y medio aunque, naturalmente, determinados
intereses hayan intentado muchas veces buscar las vueltas e esta situación. La
dictadura franquista hizo una purga masiva de los funcionarios no adictos y creó el Movimiento
Nacional, una suerte de partido único que se burocratizó rápidamente y se
convirtió en una administración paralela que acabó infestando y politizando a toda
la administración del Estado.
La transición no produjo depuración
alguna, sino que esperó que fuera recuperando su profesionalización con el
ejercicio de la democracia. De hecho la iniciativa de la “reforma democrática
del franquismo” había surgido de los escalones altos de la administración del
Estado, algunos del Movimiento (Suárez, Martín Villa…). Ciertos sectores, como
la administración de la justicia, parecen haberse resentido grave y largamente
de la falta de una depuración, pero no ha ocurrido igual en la enseñanza ni,
incluso, en la policía y el ejército.
Sin embargo, desde hace cierto
tiempo, se está produciendo una nueva colonización
o contaminación política de la administración por varias vías. Las remuneraciones
no demasiado altas de los cargos públicos, las incompatibilidades con el
ejercicio de profesiones o negocios privados y las facilidades para volver al
puesto que se ocupaba sin pérdida de derechos en la administración después del
ejercicio político, hace que a una buena parte de los parlamentarios españoles
los recluten los partidos ahí, en la administración. De hecho la circulación
entre los altos puestos de la administración y los ministerios y altas magistraturas
del Estado es muy intensa. Esto no sería malo si no fuera porque produce una politización
a priori y a posteriori de la administración, que, además, en las capas más
altas es casi en exclusiva de la derecha, por razones que son obvias. Por otra
parte se ha generalizado en los tres niveles (estatal, regional, local) el
nombramiento masivo de consejeros, artimaña
para sortear la neutralidad profesional de los funcionarios de carrera, con el
consiguiente despilfarro y tergiversación de los valores éticos de la administración
pública.
Lo anterior explica que
paralelamente al desprestigio de la política se esté produciendo un injusto y
suicida descrédito del funcionariado, que encuentra combustible, por una parte, en las acusaciones vergonzosamente interesadas del capital (Rosell) y, por
otra, en una equivocada animadversión contra su estabilidad laboral por parte
de la mayoría de ciudadanos que no la tienen.
1 comentario:
Magnífico artículo. Me permito recordar a Adam Smith...Para Smith, sólo los resultados de los empleos productivos del trabajo debían contarse para calcular el producto social.
Quedaban excluidas las actividades de "servicios" porque no rendían productos tangibles o excedentes que se pudieran reinvertir. Se derivaba que todas las actividades gubernamentales eran improductivas....junto a clérigos, abogados etc.
Saludos
Mark de Zabaleta
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