Los políticos ejercen una labor
de liderazgo imprescindible en cualquier sociedad por poco compleja que sea.
Quizás en un futuro más o menos próximo, con el desarrollo social y tecnológico
adecuado, la participación ciudadana en la gestión política cotidiana sea más viable
y sostenible que en la actualidad. Hoy por hoy sólo en situaciones
excepcionales, crisis agudas o momentos revolucionarios, la masa de la
ciudadanía se mueve para participar directamente; pero, el esfuerzo nunca se
sostiene mucho tiempo y, aún así, difícilmente alcanzará una mayoría
cualificada. El recurso a los políticos es inevitable.
La función del líder es la de
encabezar la marcha y orientar. En la actualidad la participación política
consiste en buena medida en la elección de líderes a diversos niveles. No sólo,
por supuesto. En una sociedad bien vertebrada la participación ciudadana se
ejerce también activamente desde movimientos ciudadanos no directamente
relacionados con la política, entendida en sentido estricto, pero que organizan
y arman ideológica y procedimentalmente a grupos de presión que pueden influir
poderosamente en la acción política. Nada de eso elimina el papel del líder, sea
un individuo o un conjunto, ni su necesidad ni su inevitabilidad (la sociología
nos enseña que los lideres surgen espontáneamente allí donde se constituye un
colectivo de personas con una mínima perspectiva de permanencia).
El problema es que el líder tiene
intereses personales, como cualquiera; le mueven pasiones más o menos
confesables y su ética puede tener sombras insospechadas por sus seguidores. Es
una persona, con todo lo que eso implica o, en el mejor de los casos, un colectivo,
que también desarrollará métodos de supervivencia, intereses propios, en
definitiva. Sólo la ingenuidad o una estúpida mitomanía creerá en líderes libres
de las pasiones que nos tironean a todos.
En suma, desde el liderazgo se
marca tendencia. Para eso está. Y es evidente que su ejercicio deja huella en
la ciudadanía, que, mucho o poco, siempre se dejará influir. Pero el líder puede
señalar la dirección de la marcha con intenciones ilegítimas, impulsado más por
motivaciones personales que por intereses generales. Como para ello necesita un
cierto consenso, manipula ideológicamente para conseguirlo. Esa es la huella que
permanecerá.
Algunos de los conflictos a los
que nos enfrentamos no existirían, tendrían otra configuración o no revestirían
tanta gravedad, sin el toque de algunos políticos, que, desde luego, deberían
estar para solucionarlos. Me temo que en el caso del nacionalismo podría haber
mucho de esto.
Los políticos del nacionalismo
periférico se mueven en el ámbito restringido de su comunidad. En él pueden
alcanzar las máximas responsabilidades, pero es obvio que éstas tienen siempre
un perfil subsidiario frente a las centrales. El salto de unas a las otras
resulta muy problemático: primero porque adaptar el discurso nacionalista al
del interés general es complicado y despierta incredulidad; después porque hay
que vencer el recelo que ha surgido entre ambos nacionalismos, estimulado
precisamente por sus acciones y tesis políticas. Esa es la razón por la que sólo
algunos de los políticos nacionalistas más moderados han llegado al gobierno, siempre con cuentagotas y en una función
subalterna. Incluso el premio de consolación de las instituciones europeas o
internacionales les está vedado porque en la cola están siempre delante los que
proceden de los dos partidos nacionales con posibilidades de gobierno. El fracaso
de la operación
Roca en los ochenta, sorprendente por lo que se puso en juego, ilustra suficientemente
al respecto.
Que el techo de los políticos
nacionalistas sea inusualmente bajo genera tensiones permanentes. Que la
legítima ambición personal que los anima no tenga posibilidades de realización
sin traicionar su discurso ideológico y aún así tenga que romper las resistencias
que proceden del centralismo conduce a la frustración. Casi no queda otra
solución para ellos que mover la base sobre la que se mueven, estimular los
sentimientos diferenciadores que justifiquen la reclamación de más y más
autonomía hasta la independencia. Las pasiones, como los gases, ocupan todo el
espacio disponible, y presionan para ampliarlo hasta el fin.
Cabe preguntarse en qué punto
estaría en este momento el problema nacionalista que hoy nos agobia si su élite
política no se hubiera sentido tentada de agitar la botella para que la presión
del gas hiciera saltar el tapón que impedía la realización de sus ambiciones.
2 comentarios:
Lo has sabido explicar perfectamente...y no es tarea sencilla !
Saludos
En efecto, los líderes son absolutamente necesarios para llevar a cabo acciones colectivas. Como tú distingues implícitamente en tu excelente artículo, hay líderes positivos y líderes negativos (cuya respectiva valoración depende de la óptica, claro). Los que hemos estado trabajando con grupos humanos bien lo sabemos. Salud(os).
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