9 oct 2013

El cava y la política

Los políticos ejercen una labor de liderazgo imprescindible en cualquier sociedad por poco compleja que sea. Quizás en un futuro más o menos próximo, con el desarrollo social y tecnológico adecuado, la participación ciudadana en la gestión política cotidiana sea más viable y sostenible que en la actualidad. Hoy por hoy sólo en situaciones excepcionales, crisis agudas o momentos revolucionarios, la masa de la ciudadanía se mueve para participar directamente; pero, el esfuerzo nunca se sostiene mucho tiempo y, aún así, difícilmente alcanzará una mayoría cualificada. El recurso a los políticos es inevitable.
La función del líder es la de encabezar la marcha y orientar. En la actualidad la participación política consiste en buena medida en la elección de líderes a diversos niveles. No sólo, por supuesto. En una sociedad bien vertebrada la participación ciudadana se ejerce también activamente desde movimientos ciudadanos no directamente relacionados con la política, entendida en sentido estricto, pero que organizan y arman ideológica y procedimentalmente a grupos de presión que pueden influir poderosamente en la acción política. Nada de eso elimina el papel del líder, sea un individuo o un conjunto, ni su necesidad ni su inevitabilidad (la sociología nos enseña que los lideres surgen espontáneamente allí donde se constituye un colectivo de personas con una mínima perspectiva de permanencia).
El problema es que el líder tiene intereses personales, como cualquiera; le mueven pasiones más o menos confesables y su ética puede tener sombras insospechadas por sus seguidores. Es una persona, con todo lo que eso implica o, en el mejor de los casos, un colectivo, que también desarrollará métodos de supervivencia, intereses propios, en definitiva. Sólo la ingenuidad o una estúpida mitomanía creerá en líderes libres de las pasiones que nos tironean a todos.
En suma, desde el liderazgo se marca tendencia. Para eso está. Y es evidente que su ejercicio deja huella en la ciudadanía, que, mucho o poco, siempre se dejará influir. Pero el líder puede señalar la dirección de la marcha con intenciones ilegítimas, impulsado más por motivaciones personales que por intereses generales. Como para ello necesita un cierto consenso, manipula ideológicamente para conseguirlo. Esa es la huella que permanecerá.
Algunos de los conflictos a los que nos enfrentamos no existirían, tendrían otra configuración o no revestirían tanta gravedad, sin el toque de algunos políticos, que, desde luego, deberían estar para solucionarlos. Me temo que en el caso del nacionalismo podría haber mucho de esto.
Los políticos del nacionalismo periférico se mueven en el ámbito restringido de su comunidad. En él pueden alcanzar las máximas responsabilidades, pero es obvio que éstas tienen siempre un perfil subsidiario frente a las centrales. El salto de unas a las otras resulta muy problemático: primero porque adaptar el discurso nacionalista al del interés general es complicado y despierta incredulidad; después porque hay que vencer el recelo que ha surgido entre ambos nacionalismos, estimulado precisamente por sus acciones y tesis políticas. Esa es la razón por la que sólo algunos de los políticos nacionalistas más moderados han llegado al gobierno,  siempre con cuentagotas y en una función subalterna. Incluso el premio de consolación de las instituciones europeas o internacionales les está vedado porque en la cola están siempre delante los que proceden de los dos partidos nacionales con posibilidades de gobierno. El fracaso de la operación Roca en los ochenta, sorprendente por lo que se puso en juego, ilustra suficientemente al respecto.
Que el techo de los políticos nacionalistas sea inusualmente bajo genera tensiones permanentes. Que la legítima ambición personal que los anima no tenga posibilidades de realización sin traicionar su discurso ideológico y aún así tenga que romper las resistencias que proceden del centralismo conduce a la frustración. Casi no queda otra solución para ellos que mover la base sobre la que se mueven, estimular los sentimientos diferenciadores que justifiquen la reclamación de más y más autonomía hasta la independencia. Las pasiones, como los gases, ocupan todo el espacio disponible, y presionan para ampliarlo hasta el fin.

Cabe preguntarse en qué punto estaría en este momento el problema nacionalista que hoy nos agobia si su élite política no se hubiera sentido tentada de agitar la botella para que la presión del gas hiciera saltar el tapón que impedía la realización de sus ambiciones.


2 comentarios:

Mark de Zabaleta dijo...

Lo has sabido explicar perfectamente...y no es tarea sencilla !

Saludos

jaramos.g dijo...

En efecto, los líderes son absolutamente necesarios para llevar a cabo acciones colectivas. Como tú distingues implícitamente en tu excelente artículo, hay líderes positivos y líderes negativos (cuya respectiva valoración depende de la óptica, claro). Los que hemos estado trabajando con grupos humanos bien lo sabemos. Salud(os).