Entrando
al trapo desde el primer momento y sin rodeos dice Albert Camus en el primer
párrafo de El mito de Sísifo:
«No hay más que un problema filosófico verdaderamente
serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es
responder a la pregunta fundamental de la filosofía».
Bien sea por la consecuencia que
encierra tal aserto o porque comparto plenamente la opinión del filósofo, me
parece útil reflexionar sobre la cuestión, aunque sea con la levedad que
imponen mis limitaciones.
Lo primero que salta a la vista para
cualquiera que se aproxime al problema es que diferentes culturas se han
posicionado ante él de forma distinta. En el mundo clásico disponer de la
propia vida en situaciones excepcionales, para salvar la dignidad, por ejemplo,
era moneda corriente, al menos en el seno de determinadas clases. Es obvio que
algunos valores se estimaban más valiosos que la simple existencia. Con
frecuencia, adelantarse al verdugo podía ser o un privilegio concedido a la calidad
de la persona o iniciativa personal para no perder la conducción de la propia vida
en el momento decisivo: recordad la muerte de Sócrates o de Séneca, dos
filósofos que ilustraron sus enseñanzas morales con este acto supremo.
El cristianismo arrebató al hombre
el control de la vida, especialmente la suya propia, que se debe al creador, el
único que puede disponer de ella (con las
ajenas no se muestra tan radical: la historia ilustra sobre la ligereza con que
las iglesias las dilapidaron, mientras el catecismo
católico (ítem 2266) legitima ¡todavía hoy! la pena de muerte). Un aspecto
más en el que el cristianismo, como todas las religiones, se manifiesta como un
sistema de pensamiento y código de conducta antihumanista. La prohibición
religiosa se convirtió en condena social conforme la nueva moral fue penetrando
en las conciencias. Hoy el suicidio es tabú: se silencia el debate, se oculta o
se disimula su práctica, y, con notable y cruel hipocresía, se medicaliza,
reduciendo a quienes lo intentan a la condición de enfermos. Utilizando una
argumentación similar, el estalinismo internaba a los disidentes en
psiquiátricos (cualquiera que se opusiera al “paraíso proletario” sólo podía
estar loco).
En tiempos contemporáneos pero en
otras culturas no occidentales el tratamiento del suicidio es parecido al del
mundo grecorromano de la época clásica. En los ámbitos militares del Japón,
herederos del código caballeresco de los “samuráis”, estuvo normalizado y
sometido a un ritual estricto, por lo menos hasta terminada la Segunda Guerra Mundial.
Por supuesto que el hábito no se limitó a la casta militar sino que afectó a
toda la sociedad japonesa. Sirva de ejemplo el sacrificio del escritor Yukio
Mishima en 1970; por poco ejemplar que resultara de hecho.
Pero hay particularidades. En los países
nórdicos europeos, especialmente en Finlandia, el suicidio goza de cierto arraigo
social. Algunos suelen achacar el
hábito funesto a las peculiares condiciones climáticas que inducirían un ánimo
depresivo en la población. En todo caso los propios interesados han sabido
ironizar con él, como muestra la divertida novela de Arto Paasilinna Delicioso suicidio en grupo. Nada
que ver con al ambiente trágico e ignominioso con que se le rodea en otros
ámbitos. Aún así, en todo Occidente, en aquellos medios en los que es frecuente
el recurso al “honor”, el suicidio ha sido relativamente aceptado, aunque sólo
fuera en el fondo de las conciencias a causa de la dificultad de manifestarlo
públicamente sin romper tabús consagrados. Por otra parte, hoy, el racionalismo
y el materialismo que penosamente se han venido abriendo camino entre un bosque
de prejuicios, unido al retroceso de las creencias religiosas (un fenómeno
suele ser consecuencia del otro) están obligando a que la ley considere, acepte
y regule la eutanasia consentida, lo que empieza a ser un clamor social.
Desde luego de lo que hablaba Camus
era de algo más hondo, un problema filosófico que afecta a la naturaleza humana
en su conjunto y en profundidad y que entronca con la afirmación sartreana de
que la «existencia precede a la esencia», según la cual cualquier esencialismo
metafísico o ético está fuera de lugar y desautorizado para servir de guía a la
conducta humana, ya que el primer problema a resolver es el de la existencia. Es en esa grieta abierta por el pensamiento
existencialista donde se acomoda el suicidio con extraordinaria facilidad, revista
las formas que revista.
1 comentario:
Nadie debe ser obligado a vivir. Tampoco debe obligarse a nadie a matar a un semejante. Salud(os).
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