Los cinco primeros libros de las Sagradas Escrituras, que los
cristianos llaman Pentateuco y los judíos Tora, contienen el germen de las tres
religiones abrahámicas (judaísmo, cristianismo e islamismo). Son sin duda los
escritos que han ejercido una mayor influencia en la historia de la humanidad,
considerando que los evangelios y el Corán son algo así como la ampliación y
actualización de la revelación, según cristianos y musulmanes. Muchos millones
de personas creen todavía hoy que han sido inspirados por Dios y que, por
tanto, encierran las verdades fundamentales que han de guiar la vida de los
hombres. Sin mencionar que han constituido la médula ideológica en torno a la
cual se han levantado dos grandes civilizaciones, la cristiana y la islámica
Con el renacer del espíritu científico en tiempos modernos empezaron
a manifestarse contradicciones entre lo revelado y los logros de la ciencia. En
el S. XVII (*) se acabó de romper la maraña de mitos basados en el platonismo y las Sagradas Escrituras en torno a la
arquitectura del universo, proceso iniciado por Copérnico y Galileo. La astronomía se desligó de la teología y la
supuesta verdad revelada. En el XIX Darwin mostró una explicación científica
impecable sobre por qué estaban en la Tierra la multitud de especies vegetales
y animales, incluido el hombre. Todavía hoy colea la conmoción sobre las
conciencias religiosas que no acaban de encajar esta nueva dentellada a la
“revelación”. Los progresos de la neurociencia en nuestros días arrincona sin
remisión la creencia en la tradicional dualidad cuerpo/ espíritu, también de
raíz platónica y de amplio desarrollo en las religiones del Libro.
Todo esto han sido avances de la ciencia positiva, difíciles
de contradecir por su evidencia y posibilidad de comprobación, aunque aún así
se cuestionen. Hoy son las ciencias sociales las que conforme se dotan de mayor
rigor científico van planteando nuevas contradicciones.
He terminado de leer ¨La Biblia desenterrada” de Israel
Finkelstein y Neil A. Silberman, ambos arqueólogos e historiadores de la
antigüedad y judíos, el primero de nacionalidad israelí y el segundo de Estados
Unidos. Se editó por primera vez en 2001 (España, 2003 Ed. Siglo XXI).
Como es sabido el Pentateuco encierra un relato sobre el
origen y andanzas del pueblo judío en su alianza con Yahveh. Desde el siglo XVIII
y especialmente en el XX, impulsados por el nuevo estado israelita, han
proliferado los trabajos arqueológicos buscando confirmar el relato bíblico
(especialmente algunos puntos, como la conquista de Canaán, la tierra prometida,
que justificaría a sus ojos la ocupación actual de Palestina por el nuevo
Estado). Lamentablemente, casi siempre se partía de la veracidad de los
escritos, así que se abandonaban las vías que no condujeran a esa conclusión y
se interpretaban precipitadamente y se pasaban por alto o tergiversaban otros
datos de diverso tipo. La presión ideológica era demasiado fuerte sobre el
impulso científico y muchas veces se impuso sobre él. Un ejemplo clásico fue la
publicación en los 80 de “Y la Biblia tenía razón” de Werner Keller, periodista
metido a divulgador científico, en el que se recopilaban multitud de hallazgos arqueológicos
interpretados con un desparpajo y tendenciosidad sorprendentes. Pero lo cierto
es que alcanzó una enorme difusión que se unió a la filmación de
grandes superproducciones de tema bíblico tratados desde un punto de vista judío
conservador, como corresponde al capital que controlaba el medio cinematográfico
estadounidense. Una lluvia gruesa que tenía la doble intención de calar hasta
la médula la capacidad de conocimiento de las masas y, de paso, lucrarse
difundiendo lo que quería oír y ver.
El libro de Finkelstein & Silberman, impecable, riguroso y
ameno llega a conclusiones que han producido escándalo en ambientes conservadores
y fundamentalistas judíos y cristianos (algo menos a los católicos a los que su iglesia mantuvo
siempre alejados de la lectura del Antiguo Testamento). Su conclusión
fundamental es que los textos no son tan antiguos como se decía sino que
proceden en su totalidad del S. VII a C., concebidos y redactados en el entorno
sacerdotal e intelectual de Josías, rey de Judá, como parte de un plan para
crear una ideología nacionalista en el momento en que había desaparecido su
rival, el reino de Israel, en manos asirias. Para ello se utilizaron con
habilidad relatos, cuentos, leyendas del acervo propio, pero también del común
en el mundo mesopotámico.
Ni siquiera se retrocedió ante la simple invención del mundo
de los patriarcas y de ellos mismos, de los que exhaustivos trabajos arqueológicos
y de rastreo de fuentes contemporáneas no han podido hallar la más mínima
huella. Lo mismo puede decirse de la esclavitud en Egipto y del éxodo acaudillado
por Moisés, pese a que el marco en que se supone que se desarrolla abunda en
textos de todo tipo, mudos para el caso que nos ocupa; los 40 años de tránsito
por el Sinaí no dejaron huella alguna ni en los fuertes egipcios que vigilaban
las rutas practicables ni en lugares de posible acampada (oasis). La fulminante
conquista de Canaán, la tierra prometida, no sólo parece una ficción absoluta
sino que los propios judíos seguramente no eran sino cananeos, según demuestran los
autores. De la monarquía unificada y los esplendores de David y Salomón apenas
si queda la existencia de una dinastía davídica reinando sobre un mundo rural
de aldeas insignificantes a años luz de la riqueza y el poder que se supone a
los míticos monarcas.
En fin, toda una invención de la tradición, que diría Hosbawm,
para consumo de un Estado necesitado de una ideología unificadora y galvanizadora,
a la que los avatares de la historia otorgó un destino desproporcionado a sus
orígenes. El propio Josías volvería a su tumba fulminado por la sorpresa.
(*) Kepler
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