El despuntar del capitalismo (baja Edad Media) fue temprano y
su arraigo lento, difícil y paulatino, aprovechando las contradicciones del anterior
sistema y formación social (feudalismo).
El poder de los
monarcas sólo podía crecer a costa de los nobles, auténticos beneficiarios del
feudalismo, pero también principales sostenedores de la monarquía. Para ello los
reyes tuvieron que buscar financiación allí donde había dinero: las ciudades
(burgos), hogar de la burguesía. El proceso de pactos, complejo, accidentado y
titubeante acabó convirtiendo, al cabo de unos siglos, a la nueva clase en
protagonista de una revolución que acabaría con las monarquías y todo el
sistema feudal.
Un temprano y pintoresco episodio de este proceso fue el
protagonizado por Felipe IV de Francia (Felipe Augusto o Felipe el Hermoso) que
dio pasos de gigante en la consolidación y prestigio de la monarquía francesa.
Acosado por la necesidad de numerario que su política necesitaba expulsó a los
judíos (1306,) con lo que no sólo no devolvía las deudas contraídas con ellos
sino que confiscaba sus bienes (se echa de menos en España un estudio serio
sobre los beneficios de la Corona con la expulsión de 1492). Por las mismas
fechas, endeudado gravemente con la orden del Temple y ante su incapacidad para
amortizar el préstamo optó por una solución política: disolvió la orden (1307),
quemó en la hoguera a sus dirigentes y persiguió a sus miembros con la anuencia
del papa Clemente V (un francés elegido bajo su presión) que previamente los
había declarado herejes. La campaña propagandística de desprestigio con
calumnias descabelladas fue el origen de la leyenda de los templarios que la
literatura ha traído hasta nuestros días.
Las prácticas capitalistas incipientes no permitían aún la preeminencia
de los capitalistas sobre los políticos.
Doscientos años después, en la cima del autoritarismo
monárquico, los dos primeros Austrias españoles (Carlos I y Felipe II)
arruinaron a varias generaciones de banqueros europeos que los financiaron (ya
no ardían en la hoguera), al tiempo que reducían a Castilla a un yermo
económico. Todo ello por una política dinástica desenfrenada, esencia de la
monarquía autoritaria. El capitalismo todavía era un instrumento en manos de
estadistas poderosos, aunque ya tan peligroso como cuchilla de doble filo.
Donde el Estado territorial no cuajó florecieron
constelaciones de repúblicas urbanas gestionadas directamente por comerciantes
o banqueros. El caso más notable es el de Venecia que supo construirse un
imperio comercial y mantenerse durante varios siglos codeándose con los estados
más poderosos, sin perder nunca su condición mercantil. En el Norte las
ciudades de la Hansa, urbes de comerciantes, se coaligaron para imponer sus
intereses mercantiles frente a las monarquías circundantes. Los Medici de
Florencia lucían en su escudo de armas seis roeles que simbolizaban monedas por
su primitivo oficio de banqueros; desde la Toscana lograron introducir sus
monedas heráldicas en el escudo papal, obtuvieron para la familia nada menos
que tres pontificados, y en el de alguna casa reinante (Catalina de Médici
regente de Francia) ; sin embargo, al ennoblecerse “traicionaron” sus orígenes:
todavía el prestigio de la sangre era mayor que el del dinero.
El capitalismo siguió medrando y ganando posiciones en los
siglos siguientes, la expansión colonial es la mejor muestra; pero, en la
década de los 30 del S. XX con el New Deal y en los treinta años que siguieron
a la Segunda GM, pareció que la democracia social era capaz de mantenerlo a
raya en todas partes en beneficio de una ciudadanía celosa de su libertad y sus
derechos recién conquistados. Fue un espejismo.
A la salida de la crisis de los setenta el capitalismo se irguió
en su pose más dura (neoliberalismo). Se deshizo de su pasada timidez, arrojo
lejos cualquier tentación de condescendencia con la socialdemocracia, a la que
arrebató programas, vaciándolos de contenido, y líderes, hipnotizándolos con
sillones en consejos de administración y en la gerencia de super empresas;
movió sus peones para ocupar puestos en los consejos de gobierno, en los bancos
centrales y en las instituciones supranacionales que transferían las antiguas
prerrogativas de los Estados a un limbo global recién estrenado; desde los
departamentos de economía de universidades prestigiosas (financiadas con
capital privado) a través de los medios de comunicación más eficaces (en manos
del capital) se difunde, como una buena nueva revelada, la virtud esencial del
sistema y el fin de la historia y las ideologías, porque el reino del capital
ha llegado.
La situación se ha invertido por completo. El capital ejerce
el poder sin tapujos colocando como valor supremo, el mercado. El nuevo Maquiavelo no colocaría a la razón de
Estado como horizonte de la acción del príncipe sino el mercado, y su
recompensa no sería la gloria del poder sino el disfrute de la riqueza obtenida
con la venta de su ciencia y de su conciencia. Las instituciones políticas y
los políticos electos son instrumentos del capital, como en otro tiempo fueron
instrumentos de la política las instituciones del capital. De la misma manera
que las repúblicas mercantiles fueron la excepción a la regla en el pasado, en los nuevos tiempos
la excepción, que ya empieza a antojarse imposible, será una formación en la
que el capital esté subordinado a la política.
La vida da muchas vueltas y las pasadas no parecen mejores que
la que vivimos, la cuestión será controlar el movimiento, como parecía que
conseguíamos por un momento. Pero no, ¡Lo estamos perdiendo otra vez!
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