Los nacionalistas catalanes llaman España al conjunto de los
territorios del Estado que no son Cataluña. Lo mismo se puede decir de los
vascos. Puesto que el nacionalismo radical se ha extendido en ambos territorios
como mancha de aceite (en los últimos tiempos más en el primero,
sorprendentemente) la frecuencia con que lo oímos ha aumentado mucho. El hábito
ha llegado a los medios de comunicación y a muchos ciudadanos de cualquier
lugar que, queriéndolo o no, se expresan así más que ocasionalmente.
Como siempre la lengua refleja una realidad, a saber: que el
manido “hecho diferencial” ha calado en más conciencias que las de los
nacionalistas vascos o catalanes. Personalmente pienso que el constructo
nacionalista no es más que una montaje fantasioso; pero, ofuscación, quimera o espejismo
lo cierto es que en la conciencia de los individuos, rectora de conductas y sentimientos,
existe como realidad. Ignorarlo, cuando afecta a tan significativos
porcentajes, es simplemente estúpido, como parecen haber demostrado los hechos
hasta la saciedad.
Precisamente en la estupidez navegamos desde que se pasó de la
letra constitucional al hecho político de construir las comunidades autónomas,
que, presuntamente, iban a solucionar el problema histórico del encaje de las
dos colectividades norteñas en el Estado. Sencillamente no se tuvo en cuenta
que la reclamación de autonomía se basaba en el sentimiento de sentirse
diferentes, por la lengua, los orígenes étnicos o la historia, no por un
convencimiento racional de las bondades de la descentralización. Y, como no se
trata de lo que nos parezca a nosotros sino de lo que les parece a ellos, deberíamos
haber previsto que el fracaso iba a ser inevitable y rotundo.
Sin embargo estamos dispuestos a seguir tropezando en la misma
piedra mientras tengamos pies para hacerlo, ya que la cabeza parece que se ha
mostrado incapaz de construir otro esquema con el que caminar. Lo demuestran
tanto el erre que erre de la derecha como el proyecto federalista del PSOE, que
básicamente consiste en cambiar la expresión Estado de las autonomías por Estado
federal, con el acompañamiento de una nueva planta para el Senado y la
concesión del título de estados a las comunidades de hoy. En mi modesta opinión,
una pamplina.
Como éste es un país de arbitristas cada españolito que se
precie tiene un proyecto de estado en la cabeza. Naturalmente yo tengo el mío.
Estado federal sí, pero con tres o cuatro componentes, no más, a saber: Cataluña,
Euskadi y España, que podría conservar en su interior las autonomías. Quizás
conviniera mantener abierta la puerta para la conversión en estado, si así lo
reclamara con claridad, de algún otro territorio (¿Galicia?).
Esto es lo que llaman algunos, con expresión poco adecuada y
con recelo, estado asimétrico. Pero en este caso la “asimetría” no es defecto,
sino virtud, ya que sin muchas más diferencias que las que existen hoy entre
comunidades se habría salvado el escollo, no pequeño, del “hecho diferencial”,
al que se habría dado satisfacción al conceder estatus de Estado a los dos territorios
en cuestión en pie de igualdad con el conjunto restante. Por supuesto habría
que resistir la tentación populista de rebajarlo por el ingenuo y manoseado procedimiento
de la generalización, como se hizo con las autonomías y pretende ahora el PSOE
con su proyecto federalista.
Estoy convencido de que la mayoría de los españoles aceptarían
de buena gana una solución así si un líder, partido o persona con sentido de
estado, lo explicara adecuadamente; pero, me cuesta creer que políticos de uno
y otro signo renuncien a la jugosa y rentable confrontación territorial que
tantas ronchas levanta y tantos sofocos enciende, susceptibles siempre de ser
utilizados en beneficio propio.
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