El dios romano Jano tenía dos caras. Se colocaba su imagen a
la entrada de los edificios simbolizando los dos aspectos de la puerta,
permitir la entrada o la salida y cerrar el acceso. Pocos hechos de la
actividad humana son singulares en sus efectos. La experiencia en este sentido
ha acuñado la expresión popular, no hay
mal que por bien no venga. Y a la inversa.
Cuando comenzó a apuntar el fenómeno de la globalización lo saludamos
como un salto de civilización que erradicaría antagonismos históricos (culturas, etnias, naciones) y lograría por
fin una comunidad de la humanidad. Pocos se percataron entonces de un posible lado
oscuro que fuera a enturbiar la supuesta fiesta que se anunciaba. La historia
debió alertarnos: la revolución industrial, un logro que abrió la modernidad,
supuso desde el principio la explotación inhumana y el descenso a los infiernos
de masas de trabajadores, que necesitaron muchas generaciones para lograr una
cierta seguridad y un vacilante bienestar; el descubrimiento de América, antes
de mostrar sus excelencias históricas, produjo uno de los mayores genocidios
conocidos, el desequilibrio del sistema monetario y la ruina financiera y
después económica del descubridor y primer explotador. Para qué seguir.
El impulso globalizador de las últimas décadas ha sido catapultado
por la revolución tecnológica en el tratamiento de la información y en las comunicaciones,
y encontró, por fin, vía libre política con el plácet que proporcionó el
desmantelamiento de la URSS y el fin de la bipolaridad. Sin embargo, la falta
de control sobre los flujos financieros unida a los efectos de la desindustrialización
del centro por la deslocalización, más la competencia de los productos
primarios procedentes de la periferia, etc., son factores, de momento, sin gobierno
y generadores de la crisis.
Como es natural, la desindustrialización y la
deslocalización son vistas como muy problemáticas desde el centro pero como una
bendición
desde la periferia, lo mismo que el acceso de determinados productos
primarios periféricos a los mercados centrales. Pero, cuidado, el giro de la situación
no es precisamente benéfico para los que padecen los efectos de la actual división
mundial del trabajo.
En México han llamado maquiladoras a las
fábricas que se han instalado resultado de la deslocalización. El vocablo es
rancio y castizo pero muy adecuado a la nueva situación. La maquila se
beneficia de subsidios, infraestructuras y servicios a cargo del país anfitrión;
no paga aranceles por los insumos empleados como materia prima, que consisten
fundamentalmente en partes para el ensamblaje y posterior exportación, empleando
masivamente mano de obra mayoritariamente femenina. Instaladas en zonas de
excepcionalidad fiscal y laboral presentan escasa integración local, como no
sea haberse asimilado a la función primaria y exportadora de modo que las
manufacturas se convierten de hecho en commodities,
en las que el precio de la fuerza de trabajo se define en el mercado
internacional. El capital es extranjero, de transnacionales (confección, moda, aparatos
eléctricos y electrónicos, juguetes, automóviles…) y cuando participa el capital
local es mediante la subcontratación a empresarios locales, que operan mediante
pedido, no contrato, y que utilizan el trabajo a domicilio con abundancia de
mano de obra infantil. Así se traslada la responsabilidad de la explotación de
las trasnacionales a los empresarios locales y de estos a las familias, con lo
que las conocidas firmas implicadas pretenden lavar su imagen.
En general las condiciones son terribles para los
trabajadores, incluyendo la imposibilidad de
facto o de iure de la
sindicación, de modo que sólo algunas oenegés (Oxfam, Ropa Limpia…) aportan
algún elemento de solidaridad/caridad.
El proceso comenzó en la frontera de México con EE.UU. y Centroamérica
pero hoy se ha extendido a África y Asia, alcanzando dimensión global (sólo
Bangladesh cuenta con más de tres millones de empleados en esta modalidad con
salarios en torno a los 30 € mensuales y las tristes condiciones de trabajo que
ha revelado la reciente tragedia). La inexistencia de arraigo y la dependencia
absoluta de los mercados internacionales hace que las industrias migren de una
zona a otra, de un continente a otro, al ritmo de las fluctuaciones económicas,
dejando un rastro desolador.
Se trata de una nueva división internacional del trabajo que
no ha hecho más que empezar y cuyas consecuencias finales estamos lejos de prever.
De momento, como en todas las grandes innovaciones, lo más visible es la
dislocación del orden existente y, consecuentemente, los traumas terribles sobre
los más vulnerables de cualquier latitud.
Esperemos que al menos nuestros hijos puedan sentir que la
otra cara de este Jano moderno que es la globalización empieza a ser
predominante.
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Ver Movilidad de
la producción y nueva división internacional de trabajo de Josefina
Morales. La aldea global, nº 14.
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