Una cosa es la incongruencia del nacionalismo y otra la
necesidad política de tenerlo en cuenta en cualquier proyecto de
convivencia. Es cierto, además, que muchas veces la oposición al nacionalismo
viene impulsada por otro nacionalismo. La cuestión es de máximo voltaje
político y hay que tratarla con cuidado exquisito. Lamentablemente cuando el
nacionalismo se convierte en problema los ciudadanos oponentes suelen
reaccionar con ira y dotarse de dirigentes inclinados a una inmovilidad pétrea
o a soluciones drásticas, con poco uso del cerebro. Señal evidente de que lo
que hay al otro lado es otro nacionalismo, otro sentimiento agraviado.
El teórico de la ciencia militar Clausewitz definió la
guerra como «la continuación de la política por otros medios». Ciertamente la
guerra empieza cuando se acaba el diálogo, el respeto a las normas establecidas
para la salvaguardia de los derechos y para la convivencia. El abandono de
estos medios nos lleva al uso de la fuerza para imponer nuestra voluntad.
Porque de eso se trata, si se ha roto el diálogo ¿por qué ceder en nada? La
modernidad nos ha enseñado que hay guerras calientes y guerras frías: en ambas
hay confrontación violenta, aunque en la segunda el instrumento militar tiene
sólo un valor disuasorio; pero en las dos la violencia, de cualquier modo que
se ejerza, sustituye al diálogo, el respeto a las minorías desaparece y los derechos
se minimizan. En esas condiciones la democracia, como la entendemos hoy, es
imposible.
El franquismo se impuso tras una conflagración y pervivió
cuarenta años ejerciendo la violencia en una supuesta situación de paz que no
era sino una guerra fría que no se cerró hasta la Transición. Ningún proyecto
político ajeno a la dictadura tenía oportunidad alguna, tampoco los
nacionalismos, acallados por la simple represión, la ‘reeducación’ franquista y
el soborno de ciertas clases que antes los habían liderado o sin cuyo concurso
eran inviables. Hay quien prefiere volver a esta situación, tal cual o con
algún retoque que la haga más digerible. Obviamente no sería una solución
democrática ni de futuro.
Vivir en democracia desde la mayoría parece sencillo, pero hay
que respetar a las minorías. En lo que se refiere a las nacionales existen
precedentes aleccionadores en los países nórdicos, en la antigua
Checoslovaquia, en el Reino Unido (Escocia) y Canadá (Quebec). Nuestro problema
es que aún no hemos asimilado suficientemente las formas democráticas y que los
líderes que más abundan son los que prefieren sacar provecho de los rincones
oscuros de la conciencia ciudadana.
Que las regiones con más nivel de renta entiendan que las
más pobres les roban por beneficiarse de ciertas partidas redistributivas me
parece repulsivo (el ataque a Extremadura del presidente soberanista balear, supuestamente de izquierdas y sostenido con votos de Podemos y PSOE, es vomitivo);
que hagan de ese infundado expolio el leitmotiv que justifica la secesión, una
aberración. El nacionalismo es así, pero no se puede actuar como si no
existiera. El hecho es que está ahí, se moviliza, gana adeptos y obtiene
mayorías. La realidad no desaparece por ignorarla, hay que lidiar con ella si
queremos cambiarla y para ello no hay otro instrumento que la política, ni la
aplicación a rajatabla de la ley ni la violencia, la política.
2 comentarios:
Todo es negociar...
Saludos
Apreciado Arcadio, comenzamos un nuevo "curso". El artículo es extraordinario, como todos; aunque, en mi modesta opinión, lo sería más aún si tuviera una segunda parte, en la que se apuntaran algunas formas de concretar esa política que se contempla como única solución. Porque yo no veo ningún respiradero por el que introducir factores de acercamiento: unos dicen "¡Independencia, y punto!". Otros "¡Independencia no, la ley lo prohíbe, no se hable más!". Las posturas son tan irreconciliables, que no permiten el más mínimo movimiento. Al menos hasta después del 27. Quizás entonces... Saludos, amigo.
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