Probablemente el más grave error que cometieron los
constitucionales del 78 fue blindar el texto para que no pudiera ser reformado
en algunas cuestiones clave. Hicieron una constitución “para toda la vida”. Por
supuesto que en el propio texto se contempla una eventual reforma, pero las
cautelas y el procedimiento laberíntico con que se protege el núcleo duro son
tales que ronda lo imposible. Aparte las trabas legales están las mentales
adquiridas en un peculiar análisis del pasado reciente (XIX y XX) que demoniza
el cambio y los tanteos en la construcción de un Estado moderno, lo que,
inevitablemente, es una tarea sin fin porque la modernidad es una meta móvil
que nunca se alcanza.
La Constitución de 1876 llegó a un callejón sin salida a
principios del XX y la necesidad de su reforma se convirtió en el problema
político por excelencia; sin embargo, el debate se prolongó años, enredándose
con problemas sociales y territoriales, como no podía ser de otra forma, de
manera que las soluciones empezaron a buscarse fuera de ella. Al final, fue
suspendida (dictadura de Primo de Rivera) e ignorada definitivamente con la
proclamación de la República (1931).
Paradójicamente la preocupación de los redactores del 78 por
no repetir la historia es lo que ha hecho que se repita. De nuevo estamos ante
una crisis constitucional que los recursos del texto y las mentalidades
políticas dominantes son incapaces de digerir. Seguramente la reforma no llegue
nunca o se quede corta, con los nubarrones que eso permite predecir.
La forma del Estado y la cuestión territorial son dos
problemas candentes. El primero porque no es posible borrar la sombra de
ilegitimidad en el origen de la restauración monárquica (la segunda de 1874
para acá) sin una consulta separada. De hecho el temor a que se plantee esta cuestión
bloquea cualquier reforma, lo mismo que impulsó el férreo blindaje actual. Y no
se entiende, porque los beneficios derivados de la legitimación democrática compensarían
con creces el riesgo de rechazo, problemático porque la opinión pública es
siempre temerosa de novedades.
La cuestión territorial es producto de un cúmulo de torpezas
en el devenir político desde la Transición, en las que he insistido otras
veces, y de una contradicción originaria, que en otro tiempo pudo parecer una
obra maestra del consenso: el maridaje entre la organización provincial de los regímenes
anteriores, ferozmente centralistas, y la descentralización que encarnarían las comunidades autónomas. Aunque la autonomía reside en las comunidades lo cierto
es que la representación ciudadana, incluido el Senado, supuesta cámara
territorial, es estrictamente provincial. Fuera un acierto o un bodrio jurídico
la verdad es que, aparte de no sacar al Senado de su inutilidad, chirría de
mala manera. Javier de Burgos en 1834 diseñó las provincias para superar, con
criterios de modernidad (de la época), la división territorial histórica, que
conservó en las regiones, pero vacías por completo de contenido político-administrativo.
La transición invirtió el proceso al optar por la descentralización, pero, por
las razones que fueren, las provincias mantuvieron su protagonismo político.
1 comentario:
El epílogo responde a esta cruda realidad que nos rodea...
Saludos
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