S.Petesburgo, marzo 1917 |
Ha transcurrido un siglo desde el comienzo de la revolución
rusa y los poderes actuales del gigantesco país han renunciado a conmemorarla,
prefieren considerarla una gran tragedia nacional y rebajar su impacto con el
silencio, del que son cómplices gustosos la mayoría de los ciudadanos. En
realidad coexisten en el alma del pueblo ruso de este 2017 emociones
encontradas que se sintetizan en una reflexión que se atribuye a Putin: añorar
el comunismo es no tener cerebro, pero no lamentar la desaparición de la URSS
es no tener corazón. Expresión que se complace en los sentimientos
nacionalistas y desprecia el objetivo básico de la revolución que era la
liberación de los desposeídos con desprecio de fronteras, estados o naciones.
Nada confirma mejor su fracaso.
Tuvo la revolución dos momentos clave: febrero y octubre de
1917. En febrero se abrió la vía hacía un régimen liberal y democrático,
primero con el gobierno del príncipe Lvov y después con el
socialdemócrata Kerenski.
Octubre fue el momento de los bolcheviques, que, después
de haber conseguido la hegemonía en los soviets (asambleas
ciudadanas) que mantenían a las masas de las grandes ciudades en alerta
revolucionaria, dieron el golpe que les hizo dueños del poder (asalto al
Palacio de Invierno).
La debilidad de la burguesía local y el hartazgo de una
guerra que sembraba el caos en todo el país, pero de la que los gobiernos
provisionales no quisieron desengancharse por no perder a los aliados
occidentales, condujo al triunfo del radicalismo bolchevique y a que, ya en
marzo, se frustrara la posibilidad liberal. Había habido un breve precedente de
régimen proletario en Francia durante la revolución de la Comuna (marzo,
1871), para el que Marx advirtió en sus inicios de que no se daban las
condiciones para el triunfo (faltaba un partido proletario homogéneo y fuerte,
y sobraban proudhonianos,
blanquistas y
anarquistas en la sección parisina de la Internacional). Después del desenlace
trágico se ratificó en el diagnóstico, añadiendo la necesidad de haber desmantelado
por completo los aparatos del Estado burgués y llevado las acciones
revolucionarias a sus últimas consecuencias; sólo un fuerte partido obrero
teóricamente preparado lo hubiera podido hacer. Toda una teoría de la dictadura
del proletariado y de rechazo a la espontaneidad revolucionaria. En la Rusia de
1917 sí se daba la existencia de ese partido: era la fracción bolchevique
(mayoritaria) del POSDR
(Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia).
Quizás la evolución de Europa en la postguerra junto a la
segunda conflagración mundial y las habilidades de Stalin para personalizar el
poder condujeran inexorablemente a la burocratización y ritualización de la
revolución, situación prolongada en un estéril proceso de huida hacia adelante
que acabó en el 91 con una sorprendente implosión y marcha atrás. Los esfuerzos
económicos de la guerra, la reconstrucción, la industrialización, la Guerra
Fría y la carrera espacial, fueron para el capitalismo elementos de desarrollo
y crecimiento, de oportunidades para una clase empresarial ávida de beneficios;
pero, seguramente, para un régimen de mercado centralizado, dirigido por una
masa funcionarial dependiente de instancias políticas, que registra
rendimientos decrecientes conforme la revolución se aleja en el tiempo, fueran
una carga acumulativa absolutamente insoportable. Lo cierto es que 69 años
después de su fundación, 74 de la revolución, la URSS expiró sumida en el caos
económico y político incapaz de seguir conviviendo y compitiendo con el mundo
capitalista. Lo peor es que las sociedades que dejaron atrás en todos los
países del Este resultaron estar muy lejos de los estándares de bienestar de
las de Occidente. El ejemplo de las dos Alemanias es sintomático.
El impacto de la revolución fue inmenso en el Mundo, en
Europa en particular, a lo largo del siglo XX; por lo mismo, el vacío que ha
generado su fracaso todavía se percibe con fuerza. De hecho su mayor logro fue
la reacción del capitalismo que, por un reflejo de supervivencia, acepto
reformas y se implicó en la creación del Estado del bienestar, protagonizado
por la socialdemocracia, en un intento, en buena parte exitoso, de superar la
lucha de clases que amenazaba su existencia misma. Este fenómeno y la evolución
tecnológica (sobre la que Marx, después de la frustración de la Comuna, empezó
a fijar su atención como protagonista del cambio) han difuminado los límites de
las clases que definiera la revolución industrial. Todo ello anuncia un nuevo
mundo pero también un notable desconcierto sobre el valor de la izquierda y la
revolución como método de avance. Incluso sobre qué significa avanzar, sobre el
sentido del progreso que tan claro tuvieron las generaciones precedentes.
1 comentario:
Un artículo muy interesante...
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