El Sol tiene los días contados. Sesudos estudiosos han llegado a la conclusión de que dentro de 7.500 millones de años el astro rey se habrá convertido en una gigante roja y habrá absorbido a la Tierra; apuntan incluso que puede ser menos y, por supuesto, que la vida por aquí se habrá convertido en algo incomodo e imposible unos millones de años antes. Todo es perecedero en este Mundo, incluido el propio Mundo.
Es mucho tiempo, pero el hecho de que se pueda contar y expresar numéricamente produce cierto desasosiego, del que no nos libera ni siquiera la certeza de que, por supuesto, nosotros no lo veremos.
Si miramos hacia atrás nos topamos con otra cifra no menos espectacular: nuestro planeta no cumple ya los 4.500 millones, lo hizo mucho antes de que la raza humana apareciera. Los astrónomos son más generosos que los profetas o los clérigos estudiosos del tema –el obispo Ussher fijó el nacimiento del Mundo el día 23 de Octubre del 4004 a. de C., mientras que su final se ha esperado ya en varias ocasiones, sin ningún éxito hasta ahora afortunadamente–, pero son igual de cenizos con el desenlace. Según estos datos la Tierra pasó ya el ecuador de su vida, reducido a escala humana es como si tuviera 45 o 50 años; no está mal, es una edad interesante que muchos quisiéramos para nosotros, pero que empieza a inquietar y obliga a replantearse algunas cosas. El problema es que los únicos que pensamos por aquí, según parece, somos nosotros y, desde luego, no tenemos la mínima chance para alterar el destino; es una de esas ocasiones en que uno no se alegra de pertenecer a la especie pensante del planeta.
Contamos con nuestra desaparición individual pero, de alguna manera, nos hemos acomodado a ella, qué remedio. Dejamos hijos que perpetúan nuestra herencia biológica; las acciones de nuestro paso por la vida siempre dejarán alguna huella de nuestro más que fugaz tránsito –algunas veces hubiera sido mejor que no–, aunque nadie nunca identifique nuestra aportación, pero ahí queda. Es un notable consuelo. En la historia futura de la humanidad, algo, por mínimo que sea, nos pertenece como autores y nos une a esa situación venidera como causa necesaria. La historia es un continuo del que tenemos parte en el pasado por nuestros ancestros, en el presente por nosotros mismos y en el futuro por nuestras obras –precisamente abrí este blog para dejar alguna cosita más en el porvenir–. Lo que ahora nos anuncian es el fin del futuro; el momento en que el horno nuclear que llamamos Sol consumirá a la Tierra, para convertirse todo en eso que han llamado poéticamente polvo de estrellas.
Quedará muy lejos, pero maldita la gracia que me hace que todo quede reducido a polvo, aunque sea de estrellas.
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