19 abr 2010

El extraño caso de los árabes invasores (2). Quién nos contó el cuento y por qué lo creimos

Conocer el pasado plantea muchas dificultades. Cuando contamos con fuentes escritas hay que interpretarlas correctamente, someterlas a crítica rigurosa, porque el que habla rara vez lo hace con objetividad, necesitamos conocer los intereses que lo movieron; muchas veces son documentos cuyos originales se han perdido y los copistas que los replicaron los alteraron sin escrúpulo según sus nuevos intereses o idiosincrasia, distados del original por el tiempo transcurrido y otras circunstancias. Con frecuencia no hablan de lo que a nosotros nos interesaría y nos vemos obligados a una tarea de deducción laboriosa y peligrosa para la verdad. Además siempre nos amenazará la posibilidad de que trasplantemos a las épocas que investigamos inquietudes de nuestro tiempo pero que en el pasado eran inconcebibles, desfigurando la realidad de entonces de forma grotesca, lo que sólo se evidenciará cuando pasados los años hayan periclitado las ideologías o los sentimientos que hicieron posible el engaño. Con todo, seremos afortunados si contamos con material escrito porque no son infrecuentes las lagunas que nos obligan a valernos de testimonios indirectos, alejados en el tiempo, con el enorme peligro de falsificación de la realidad que ello supone, y el recurso exclusivo a la arqueología, con las limitaciones que ello implica.

En el caso de la invasión árabe, todos estos problemas están presentes, pero el más grave sin duda es la inexistencia de testimonio escrito alguno del siglo VIII (la invasión se sitúa en el 711). No hay fuentes de ningún tipo. Ningún historiador tuvo nunca en sus manos un contrato, una discusión teológica, una narración de sucesos políticos o militares, ni siquiera una obra literaria de este oscurísimo siglo. Lo que se dice que pasó no lo hemos sabido por testigos directos, ni siquiera próximos, y ya es extraño que no haya quedado ningún testimonio si realmente se trató de una invasión extranjera. Se conoce el texto de un tratado firmado entre Abd-el-Aziz, supuesto hijo y lugarteniente de Muza, y Teodomiro, presunto gobernador godo de la región murciana, pero la copia más antigua la encontramos en una crónica árabe del siglo X, cuando el mito de la invasión, si se trata de eso, ya se había formado, y además presenta considerables problemas de credibilidad. En la primera mitad del siglo IX hay ya numerosos escritos de hombres de iglesia de Córdoba (Esperaindeo, Eulogio, Álvaro) que tratan temas teológicos, pero que curiosamente viviendo en la capital del emirato no nombran para nada a los musulmanes o árabes; la situación cambia después del 850, ya que entonces si se quejan de la difusión de la lengua árabe y de la presencia del culto islámico, pero esto ocurría 150 años después de la invasión. A partir de estas fechas aparecen algunas crónicas en árabe y en latín con la narración de la conquista y el establecimiento del poder árabe.

Otra sorpresa: el primer relato de la invasión procede de Egipto, no del lugar de los hechos; un estudiante (talib) andaluz que ha viajado a oriente en busca de conocimiento recibe de sus maestros un relato que aparte de estar lleno de fantasías propias de Las mil y una noches no es más que una réplica de lo que se cuenta de la conquista de Egipto. El resto de las crónicas árabes, bereberes o latinas beben de ésta, aliñando la historia, según sus intereses de grupo. Lo increíble del relato, que es mucho, es salvado en los textos musulmanes por el recurso a la providencia divina que ayuda a sus fieles; en los textos latinos los pecados de los godos y la lectura del Apocalipsis (Mahoma es el Anticristo) proporcionan las pruebas y el consuelo por el desamparo –temporal, por supuesto– del dios verdadero; unos por embellecer y dar hondura épica a los sucesos, cultivando, cómo no, el recurso a una edad dorada en la que el califato dominaría el mundo, otros por minimizar un fracaso, ocultan ambos la realidad que es sólo una lenta y paulatina evolución de creencias que se acompaña de otros protagonistas políticos e idiomáticos.

Los siglos siguientes, todavía con poco sentido crítico, hicieron crecer la bola de nieve. Y, como toda conquista reclama una reconquista, la paulatina regresión de al-Andalus fue interpretada así, hasta el punto de convertirse en el mito fundacional de todas las naciones ibéricas. Sacralizado el relato, la verdad histórica está fuera de lugar, al fin y al cabo la historia si ha servido para algo es para afianzar y blindar orgullos nacionales. La guinda del pastel estuvo a cargo de los dos grandes arabistas e hispanistas, Dozy y Leví Provençal que, expurgándola de fantasías intragables, aceptaron el grueso de la fábula; su mítica autoridad convirtió en irreverente y superfluo cualquier análisis crítico posterior.

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Los artículos de la serie:

El extraño caso de los árabes invasores (1)
El extraño c… (2). Quién nos contó el cuento y por qué lo creímos
El extraño c… (3). El cuento
El extraño c… (4). La versión no autorizada
El extraño c… (5). Los sabios indiscretos
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