Hace tan sólo un par de días el
BCE obtuvo un nuevo director (Mario Draghi), que nada más tomar posesión bajó
un cuarto de punto el Euribor (precio del dinero en el mercado interbancario),
lo que se venía reclamando desde casi todas partes como requisito para el
crecimiento, tan deseado. Pues bien, el primer comentario que leí en la prensa
calificaba al recién designado de sinvergüenza por facilitar con esa medida el
beneficio bancario utilizando el recurso de obtener dinero barato del BCE para
comprar deuda con altos intereses, previamente disparados por la especulación.
Con independencia de que ese escenario sea o no posible, parece un exceso,
dadas las circunstancias, adjudicar tal intención al que tomó la medida, por
mucho que haya pertenecido al staff
de Goldman Sachs, circunstancia al
parecer maléfica para los que han hecho costumbre denigrar a las empresa
capitalista y salvar al capitalismo.
La reciente maniobra política de
Y. Papandreu ha sido calificada de disparate irresponsable y, una vez atisbado
un posible desenlace, de ardid para mantenerse en el poder. Sin embargo,
también aquí, otra interpretación es posible. En Grecia la calle es un volcán:
cinco huelgas generales y disturbios permanentes que ponen a Atenas patas
arriba cada dos por tres evidencian un drástico rechazo a la política de
reformas (eufemismo bajo el que se ocultan contundentes asaltos al Estado del
bienestar); la oposición, olvidándose de su responsabilidad en la crisis
actual, no da tregua al gobierno; los propios parlamentarios del PASOC dan
muestras de inquietud y amenazan con agrietar el bloque; al mismo tiempo la
presión exterior aumenta amenazando con el cese de las ayudas. Cierto que en el
momento de conocerse la decisión del jefe de gobierno de Atenas la UE y el FMI
acababan de aprobar un nuevo paquete para salvar la situación otra vez
atascada, pero con la exigencia de más recortes. La inesperada disposición de
Papandreu a convocar un referéndum tenía, así, varios objetivos: una llamada de
atención a Europa que debe comprender que la presión tiene un límite; colocar a
la oposición ante la alternativa de la debacle que podía desencadenar un
resultado negativo (nada extraño entre otras cosas por su propia política) y la
necesidad de colaborar; pretende además amortiguar la contestación en la calle;
y, por último, legitimar y fortalecer al gobierno, complementando la medida con
la presentación de una cuestión de confianza. Hasta el momento el saldo arroja
algunos éxitos: se ha doblado el brazo a la oposición que acepta negociar; se
ha ganado la cuestión de confianza, clarificando la situación parlamentaria,
aunque, a la postre, le cueste el puesto al presidente, lo que descartaría un
apego enfermizo al poder. Todo ello con la sola amenaza de la consulta, que, al
fin, se ha descartado. Está por ver si disminuye la contestación ciudadana y las
repercusiones que pueda tener en el seno y devenir de la UE. Recordemos que Estados
europeos con más solera que el griego ya provocaron crisis a cuenta de referéndum, impulsados más por el populismo
que por razones de peso.
Ni podemos, ni sería deseable,
privarnos de las emociones en ningún momento, ni siquiera en el debate,
político o no, pero consentir que se conviertan en el vector decisivo es menos
deseable aún. El análisis con que se suelen afrontar en los medios las
decisiones frente a la crisis se han contaminado gravemente de emocionalidad.
El interés propio o cercano determina gravemente la opinión expresada, y las
invectivas contra los que han de decidir, en medio de dificultades y presiones desmesuradas,
suelen ser crueles y carentes de lógica y ponderación. Siempre se ha supuesto a
los políticos un cierto componente de espíritu de servicio, como a los
militares se les supone el valor. Hoy, por el contrario, ante la opinión
pública, incluyendo comunicadores mediáticos y no pocos intelectuales, el
ejercicio de la política parece ser suficiente para descalificar a personas
que, fuera de ella, pasarían por íntegras.
No son estos los casos más significativos pero me ha llamado la atención la incapacidad para ver algo
positivo en una decisión valorando exclusivamente una presunta mala trayectoria
profesional evaluada desde las antípodas ideológicas (Draghi); o reducir a
simple oportunismo político, cuando no despropósito, una decisión que de ser
valorada por alguien no implicado en sus consecuencias habría alcanzado la
calificación de hábil, oportuna y justa (Papandreu).
1 comentario:
Sin entrar en muchos detalles, es lamentable lo que está haciendo la oposición. Y, desde luego, lamento que no se haya llegado al referendum. lo temían tanto la UE como el FMI, pues sabían el resultado
Excelente artículo
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