El botín de que disfrutan los más poderosos en cualquier formación social es apetitoso e irritante; por eso la lucha de clases no es el invento de un alucinado, sino el movimiento real de la sociedad en cualquier momento histórico. Las situaciones conflictivas son por tanto normales, pero mientras la mayoría provocan cambios mínimos, algunas anuncian transformaciones sustanciales que perdurarán durante siglos y afectarán drásticamente a la sociedad en cuestión
En la antigua Roma los ciudadanos, que eran todos los varones a excepción de los esclavos, se organizaron políticamente como soldados en centurias; su asamblea (Comitia centuriata) elegía a los principales magistrados de la república, votando por centurias (un voto cada una). El procedimiento era perfectamente democrático, pero los poderosos acabaron organizando las centurias según la renta y como a las categorías más altas se adjudicaron más centurias la mayoría quedó en sus manos. La plebe descontenta empezó a reunirse aparte (Concilium plebis) haciéndolo ahora por distritos (tribus) de donde le vino la denominación de Comitia tributa. Esta nueva asamblea fue ganando funciones a costa de la anterior y cuando se convirtió en decisiva ya los poderosos la habían conseguido dominar por el procedimiento de ir agregando distritos de la periferia, donde solían residir los potentados (en villae, villas), a los cuatro barrios urbanos iniciales hasta conseguir mayoría. La exacerbación de la lucha de clases hizo que los últimos tiempos de la república fueran de guerra civil, lo que acabó con cualquier resto de democracia.
A los poderosos,
como clase preeminente, les resulta indiferente el régimen político siempre que
no amenace su posición. La democracia es sin duda el más peligroso para ellos, pero
también el más atractivo porque puede frenar la protesta social por el
espejismo que crea el ejercicio del voto, mientras se mantienen intactos los
mil procedimientos para controlarla en lo decisivo. El poder económico es la
llave para conseguirlo, un plus que se suma al voto de los miembros de las
minorías hegemónicas (a los teóricos de la revolución social, en tiempos
modernos, no se les escapó este fenómeno: pensaron que sin neutralizar
previamente ese plus de poder de las clases dominantes la democracia era imposible;
de ahí conceptos como “destrucción del Estado” -anarquistas-
o “dictadura del proletariado” -marxistas-).
A partir del
siglo I la aristocracia romana ya no jugó más con la democracia y optó por el
ejercicio despótico del poder, ensayando, como blindaje, su sacralización
progresiva. Al principio una consagración civil, valga la expresión, pero, en
seguida (siglo IV), las iglesias cristianas se prestarían a cumplir ese cometido
con extraordinaria eficacia. Se había puesto en marcha un sistema de coerción
ideológica que perduró intocable hasta el XVIII.
Por supuesto, volviendo a nuestros tiempos, el
anarquismo nunca logró la destrucción del Estado por mucho que atentara contra
él y la dictadura del proletariado quedó en trágica caricatura. Con acierto, las
clases dominantes habían optado, como en la antigua Roma, por aceptar los modos
democráticos ofreciendo pactos que, al encontrar interlocutores entre sectores
potencialmente revolucionarios, inauguraron una “tercera vía”, espejismo que
nos mantuvo entretenidos casi un siglo y especialmente las últimas décadas. Hoy
nos enfrentamos de nuevo a la escalada del poder de una nueva variante de las clases
dominantes, la minoría financiera, que aprovecha la crisis, que ella misma ha
provocado con su desmedida acción depredadora, para consolidar posiciones.
La ofensiva es
económica (endeudamiento del Estado democrático, supuestamente neutral y benefactor;
succión de rentas por el capital, etc.), política (pérdida de soberanía del
Estado en beneficio del mercado y sus instrumentos internacionales por medio de
la coacción y el chantaje) e ideológica (asunción por las masas del discurso
neoliberal, previo desprestigio y deslegitimación de sus representantes
políticos y sociales).
Nada nuevo si
vemos el fondo de la cuestión: la vieja lucha de clases y el manido
procedimiento de aceptar la democracia pero vaciando de poder a sus
instituciones. Desconcertantemente nuevo si atendemos a las condiciones
específicas de la situación real, que no permite echar mano de viejas armas y
recursos.
Como muchos, creo
saber lo que pasa y puedo entrever hacia dónde vamos probablemente sin
demasiado margen de error, pero, como tantos, soy incapaz de ver como se para
esto. Sólo se me ocurre que echarse en manos de los que están provocando la
situación es simplemente suicida; podríamos estar creando condiciones
semejantes a aquellas que permitieron
los dos mil años de sumisión incuestionable que inauguraron los romanos del
siglo I… pero todo muy moderno, claro, sin togas ni sandalias atadas a las
pantorrillas.
2 comentarios:
Creo que, a pesar de las injusticias que sufrimos. el ser humano de ahora no es el mismo que el ser humano de antes.
Lo que tenemos que hacer es sentirnos protagonistas del futuro, lo que significa, informarse (casi no hace falta, porque estamos continuamente recibiendo información) pensar y actuar. Tal como están las cosas siemore será mejor confundirse que no hacer nada.
Un saludo
Voy a decir lo mismo que tú en un pasaje de tu excelente artículo ("no sé cómo se sale de esto"), pero con otras palabras: me angustia esta sensación de impotencia, de que la salida está taponada y damos vueltas y vueltas a un circuito prediseñado... Etc.
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