En
los tiempos en que Zapatero andaba enredado en el lío de la reforma del
estatuto catalán que él mismo había producido, fui abordado en la calle por una
militante del PP que me invitó con entusiasmo digno de mejor causa a firmar “contra
Cataluña” en una mesa instalada ex profeso. Cuando hace unos días he leído en
la prensa el simposio que intelectuales e historiadores catalanes han celebrado
en Barcelona con el lema “España contra Cataluña” no he podido por menos que
relacionar ambos sucesos, aparte la estupefacción que me produjo la
irresponsabilidad de dos líderes naturales: un partido de gobierno, al que se
le supone experto en política y relaciones sociales, y un grupo de
intelectuales, supuestamente ligados a la racionalidad y la ciencia.
Quizás en el futuro, cuando tengamos mejor conocimiento sobre
la importancia de las emociones en nuestros actos y la relación entre emoción y
razón, este tipo de sucesos se controlen mejor. Hoy por hoy, somos demasiado
torpes, unos más que otros, para evitar desaguisados tan estúpidos, pero tan
graves, como el que se ha perpetrado contra la relación España/Cataluña.
Relación tan delicada que no existe un siglo en nuestra historia de los últimos
quinientos años (desde que andamos más o menos juntos) que no haya vivido una o
más crisis delicadas y peligrosas.
El centralismo siempre es una alternativa frente a la descentralización,
si jugamos en el terreno de la racionalidad política. Puede producir tensiones
como cualquier confrontación de ideas, desde luego nada que genere una situación
incontrolable. Pero cuando el centralismo es la máscara del españolismo y la
descentralización la de los nacionalismos periféricos, el choque es difícil de
controlar: a las ideas se unen los sentimientos, manipuladores de la realidad,
creadores de símbolos, tabúes y espacios sagrados (topográficos, funcionales o
ideológicos), por definición intocables. Se necesita entonces de finura política, de altura
de miras, de verdadero liderazgo. Nos hemos encontrado, sin embargo, con un
diseño político de trazo grueso, con miradas chatas, con líderes cuyas habilidades
no van más allá de las del conductor de rebaños (por cierto que demagogo
significa literalmente “el que conduce al pueblo como un rebaño”).
Dicho esto, fijemos la atención en los últimos
acontecimientos. El gobierno, en una actitud que no entiendo, ha dejado la
iniciativa a los independentistas, que han dado el último paso: fijar los términos
y la fecha de la pregunta del polémico referéndum. Dicen de los suicidas que dejan
siempre un cabo con el que se puede abortar en última instancia acto tan
dramático, y parece que en este caso los catalanistas han actuado del mismo
modo, consciente o inconscientemente: la doble pregunta que han ideado sería un
intento de frustrar la independencia al borde mismo del abismo. Si las opciones
sólo fueran elegir entre el statu quo y la independencia, el descontento actual
es tal que muy probablemente se rechazaría la primera. Al proponer una más, que
Cataluña sea un estado, sin más especificaciones, se abre la vía para una
tercera posibilidad que rechaza la situación presente pero también la
independencia. Sin duda la doble pregunta debilita las posibilidades del
independentismo y abre una vía para la negociación que el gobierno del Estado
no debería ignorar otra vez. Dos mejor que una.
La torpeza de la situación española se hace más evidente cuando
se compara con el Reino Unido. Allí la iniciativa no la perdió nunca el
gobierno y ante la presión del nacionalismo escocés ha cogido el toro por los
cuernos y ha convocado un referéndum imponiendo la pregunta, que en este caso
es única y clara: si o no a la independencia. El gobierno británico no ha
permitido que se pudra la situación, que crezcan las frustraciones y que
engorde el independentismo. La derrota del nacionalismo parece asegurada. En
España con la misma pregunta es muy probable que el resultado fuera el
contrario, porque aquí sí que hubo putrefacción. La exposición fue demasiado
prolongada sin que nadie saliera a su encuentro con inteligencia positiva. Al
contrario, se resistió con prepotencia desmañada, lo que sólo sirvió para
agravar la situación.
A los mismos que nunca comprendieron el problema, porque
únicamente lo encaran desde la perspectiva del nacionalismo españolista, les hemos
encargado ahora su solución ¿Cómo van a arreglar algo cuya existencia se niegan
a reconocer? ¿O acaso significa otra
cosa su inmovilismo?
Sólo se me ocurre formular una jaculatoria: ¡Que Dios nos
ampare! A sabiendas, para los creyentes, de que Dios no se ocupa de política y
para los ateos de que no existe.
1 comentario:
Lo has dicho claro: Mucha torpeza !
Feliz Navidad
Mark de Zabaleta
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