La tarde del 23 de febrero del 81 la había dedicado a hacer unas
compras con mi mujer y fue un dependiente de unos almacenes quien nos dio la
noticia de que la Guardia Civil había asaltado el Congreso. Cuando asimilé la
noticia lo que sentí fue vergüenza. Dentro de nuestra modestia, nos habíamos
implicado activamente en el proceso de la transición, acorde con una militancia
comunista. Sé que otros con similares circunstancias sintieron miedo y hasta
tomaron algunas medidas preventivas. Yo sólo sentí vergüenza. Puede que el
sentimiento no estuviera a la altura de las circunstancias, pero es la pura
verdad.
En realidad yo había sufrido el franquismo más como violador
de mi dignidad humana que como represor cruento, de hecho mi familia era, como
se decía entonces, de derechas de toda la vida y jamás padeció directamente la
violencia de la dictadura. Lo que sí sentí con intensidad fue la vergüenza de
tener bajo custodia y tutela de un poder arbitrario mi condición de persona
humana. La muerte de Franco y la transición fue una fiesta que los golpistas
clausuraban a tiros, aunque fueran dirigidos al techo. Una vergüenza.
Las horas siguientes fueron de confusión, para la inmensa
mayoría de los españoles, por no decir para la totalidad. El desenlace demostró
después que desde los directamente implicados en el golpe hasta los que, ajenos
a la intentona, andaban en las altas esferas del poder se vieron envueltos en el
mismo desbarajuste desde muy pronto, seguramente lo que nos salvó de mayores
males. Algunos de los protagonistas no sabían, sorprendentemente, lo que estaba
pasando y la confusión trabó sus acciones hasta conducirlos al fracaso.
Un golpe puede fracasar porque se produce una reacción
contundente por parte de la ciudadanía y de los restos del poder no
neutralizado o por una mala preparación o coordinación de los golpistas. Es
evidente que lo primero no ocurrió: los ciudadanos nos limitamos a contener el
aliento. El poder, por su parte, no se manifestó; con sus puestos decisivos
secuestrados en el Congreso sólo produjo una voluntariosa intervención
televisiva de J. Pujol, nunca suficientemente agradecida, y la de la junta de
subsecretarios que había asumido el gobierno temporalmente, porque la del rey,
esperadísima, no se obtuvo hasta la madrugada (1,14h. del 24), cuando ya el
golpe apuntaba al fracaso, si es que no era ya evidente. Había más presidentes
autonómicos y otros cargos, pero el silencio espeso e inquietante fue la norma.
Puede que el principal factor del fracaso fuera la falta de
preparación y de coordinación si se acepta la tesis (sostenida por Cercas en su
informe/novela)
de que confluyeron en el golpe tres concepciones diferentes: la de Tejero, la
de Milán del Bosch y la de Armada; del franquismo puro y duro a la
contemporización con la democracia. Las tres chocarían dramáticamente en el
momento del golpe sin que fueran capaces, en ese instante crucial, de superar
sus diferencias. Que en la preparación del
golpe hubieran dejado aplazado el diseño del día después, resultando
como resultó tan decisivo en el momento crítico, parece increíble. Es cierto que siempre tendemos a sobrevalorar
las capacidades de aquellos que ostentan puestos decisivos en el poder y que
con frecuencia es la mediocridad, la irresponsabilidad o la simple estupidez,
movidas por pasiones más o menos confesables, las que se imponen, pero el
asunto no deja de ser sorprendente.
Hoy, más de treinta años después, todavía quedan preguntas acuciantes
sin contestar: ¿Cuántos y quiénes estaban implicados? ¿Conocía el monarca el
golpe antes del 23-F? ¿De qué hablaron el Rey y Armada en la estación de esquí
de Baqueira Beret a finales del año 1980? ¿Por qué el monarca recibió en el
palacio de la Zarzuela a Armada el 13 de enero de 1981, diez días antes del
golpe? ¿Por qué eran los dos generales monárquicos por excelencia, Armada y
Miláns del Bosch, los jefes del golpe? ¿Por qué tardó tanto el Rey en salir por
televisión, y no habló a los españoles por la radio de manera inmediata tras el
asalto al Congreso?...
Estas interrogantes las he recortado y pegado desde un artículo
de P. Sebastián en La República de las Ideas (2013), pero podría haberlas
sacado de la carpeta de dudas que a todos nos hace cosquillas en la conciencia.
Han sido mil y una las teorías expuestas y seguirán elaborándose
otras nuevas porque estoy seguro de que jamás se sabrá la verdad completa. No
me preocupa demasiado. Yo tengo la mía, de la que no desvelaré detalles, pero
que habría que clasificar en la categoría conjura de los necios, ya que ninguno
de sus protagonistas, fuesen feroces guerreros, astutos políticos o nobles
monarcas, logró que su cerebro funcionase con las prestaciones que consideramos normales (no entraré en si la
normalidad de sus mentes era esa precisamente).
En circunstancias así ¿Quién puede reprimir un ¡Alabado sea
el Señor!? Aunque luego me dé vergüenza. Lo dicho, este asunto, sea por una u
otra razón, lo que da es mucha vergüenza.
______________
NOTA.
Tomé prestado el título del libro de Pilar Cernuda que siempre me pareció un
acierto, con independencia de su contenido.
2 comentarios:
Para mí el monarca estaba detrás, era el cabecilla del golpe de estado. Juan Carlos ha sido un franquista de toda la vida, antes y después del golpe.
Como ya digo en el artículo, me temo que eso es algo que nunca sabremos.
Gracias, un saludo.
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