Hay
comida basura, televisión basura… Vivimos la era de la basura. Aparte los
detritus de millones y millones de toneladas de desechos materiales que asfixian
a las concentraciones humanas agobiadas por la enormidad del consumo, es evidente
que una buena parte de lo que hacemos o consumimos en forma de hábitos,
espectáculos, fiestas… merece también el calificativo porque son perfectamente
desechables. De esta categoría forman parte ciertas clases de alimentos y modos
de alimentarse que tienen que ver con la intromisión de la industria en terreno
tan vital o algunos programas televisivos cuyo leitmotiv consiste en hurgar y
enturbiar la intimidad de sus víctimas o simplemente en mostrarla como
espectáculo. Ambos son sólo parte de algo más amplio y comprensivo que
podríamos denominar cultura basura.
Es fácil identificarla, pero ¿dónde están sus límites? He
ahí el problema. Es evidente para casi todo el mundo, que no sea de Tordesillas,
que el llamado Toro de la Vega es un festejo nefando. Nos recuerda demasiado aquella
infancia en la España cruel, rústica y casposa de la mitad del siglo pasado,
años arriba o abajo. El trato que se dispensaba a los animales en general era
brutal, cuando no simplemente infame y salir en su defensa, suponiendo que
alguien tuviera la ocurrencia, era cosa de sensibleros, maricas o extranjeros. Pasar
el rato torturando a un animal era de lo más divertido, en todo caso, de lo más
corriente. De aquellos polvos estos lodos: ahí quedaron esos testimonios para
castigo de quienes quisiéramos olvidar aquella época con sus costumbres, y para
escándalo de foráneos y nuevas generaciones. ¿Pero la frontera queda en Tordesillas,
o habría que llevarla hasta Las Ventas o La Maestranza?
Otra cuestión no menos peliaguda es por qué a las gentes que
protagonizan acciones de este tipo les parece estar viviendo y reviviendo una
tradición ancestral e irrenunciable. La respuesta se resume en una palabra:
identidad. El pueblo, el barrio, la comarca hace ostentación de su identidad,
supuestamente manifiesta en tal tradición. En los últimos tiempos se ha
desatado una fiebre por desenterrar tradiciones con que construir una
identidad, y si no se encuentran se inventan (Hobsbawm reflexionó sabiamente
sobre la invención de las tradiciones1). En efecto, pocas de entre
el repertorio de tradiciones ancestrales de que hacemos gala se pueden remontar
más allá de unas cuantas generaciones, desde luego casi nunca en su forma y
magnitud actuales. Qué importa, la cuestión es contar con material suficiente
para el rito identitario.
Creo que esta vez, como casi siempre, podemos achacar esta
eclosión de tradiciones sacadas del desván colectivo o de memorias febriles a
la acción culpable y solidaria de políticos y ciudadanos. Esperamos los
ciudadanos de los políticos locales, regionales o nacionales que se
identifiquen con el pueblo, que no significa otra cosa que compartir los rasgos
de su supuesto carácter, de su ‘identidad’, participando costumbres y
aficiones. Así, no hay político que no exhiba su fidelidad a un club de futbol,
aunque le aburra el circo deportivo y futbolístico que inunda nuestros ocios
desbordándolos; ni que renuncie a participar en cualquier festejo cívico-religioso,
de tantísimos que anegan nuestras fiestas, aunque sea agnóstico de toda la vida
y comparta, en teoría, el principio democrático de separación Iglesia-Estado;
por lo mismo ¿quién se atrevería a eliminar, ni siquiera a emprender una acción
pedagógica para la futura eliminación o transformación de unas fiestas que han
alcanzado la condición de ‘tradicionales’, pero contienen elementos aberrantes
y están en contradicción con la ideología que se profesa o con valores
universales? Hay que respetar la ‘identidad’ aunque se vulneren derechos, se
ignoren principios, o se exhiban comportamientos inhumanos.
Pues bien, eso es populismo, o sea, política basura.
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Eric Hobsbawm, La invención de la tradición. Crítica, 2005
1 comentario:
Mi más sincera felicitación por este gran artículo.
Simplemente Coherente !
Gracias
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