26 sept 2014

¿Retroprogreso?

Hay muchos que no creen en el progreso o dan a la evolución (positiva) que se esconde en el vocablo un sentido negativo. No es nada nuevo, ya en la Grecia de finales del siglo IV a.n.e., seguramente como reacción al progreso material y cultural del momento, surgió una escuela de filósofos llamados cínicos que vivían según la naturaleza despreciando los bienes de la civilización, de ahí su nombre (κύων kyon: ‘perro’; kynikon: perruno, que viven como perros). Por otra parte, los mitos de la edad de oro o del paraíso perdido sintetizan la historia humana como una regresión brutal e irreversible.


La larga sucesión de años que se esconde tras la denominación de Edad  Media vivió una fuerte hegemonía de la religión y las iglesias, así que la idea de progreso quedó sepultada bajo un aluvión de argumentos teológicos, que dieron combustible ideológico a una turba de anacoretas, ermitaños y monjes que se retiraban del mundo y sus novedades, como único medio para garantizarse la recompensa de la ‘otra vida’, de la que el tiempo está excluido. Así pues, para el mundo de la fe el progreso carece de sentido.

El humanismo y la ilustración vieron renacer la confianza en el progreso, sustentado, sobre todo en el segundo movimiento, en la técnica y en la ciencia, como el medio más eficaz para lograr la felicidad humana, que, por primera vez desde la época clásica,  se cimenta en lo material. Sin embargo, cómo no, justo a su vera nace el mito del buen salvaje, la idea de la civilización como corruptora. De todas formas, el XVIII, el XIX y parte del XX son siglos de predominio del optimismo fundamentado en el avance científico y tecnológico, pero también político y antropológico. Es época de utopías, afincadas en occidente desde el Renacimiento, y de la literatura de anticipación, aunque más tarde la postmodernidad fuera cambiando el sentido del mensaje literario hacía la inquietud y lo negativo (distopías): 1984, Un Mundo Feliz, Farenhait 451, o el film Blade Runner

Efectivamente, en tiempos recientes parece haberse roto la tendencia positiva en la consideración del progreso. El movimiento conservacionista parte de la idea de que el progreso, tal y como venía entendiéndose, no es sostenible a medio o corto plazo. Ya en 1972, antes de la crisis del petróleo, el Club de Roma emitió el informe Los límites del crecimiento, que proponía el crecimiento 0. Aunque progreso y crecimiento son conceptos diferentes, el primero no se entiende sin el segundo, especialmente para el área geográfica y humana que comprende al mundo no desarrollado, la mayor parte. Así pues, la idea de progreso quedaba tocada.

Hoy el ecologismo como movimiento socio-científico, los verdes como movimiento político, han alcanzado un desarrollo notable –el día 22 una manifestación de protesta por el cambio climático reunió en Nueva York a trescientas mil personas−. Herederos, aunque lejanos,  de aquellos filósofos griegos que citaba al comienzo, erosionan la idea de progreso cuestionándola o cambiándola de sentido. 

De la misma manera que en el mundo clásico la oposición al progreso utilizaba recursos filosóficos y en el Medievo teológicos, hoy utiliza un arsenal científico: el citado conservacionismo, o el ‘primitivismo’, una versión radical y postmoderna del relato de la civilización para el que sólo el hombre anterior a la eclosión cultural del Paleolítico superior vivió en armonía con la naturaleza y fue feliz. El apóstol de esta teoría/doctrina es el antropólogo anarquista estadounidense John Zerzan (es posible encontrar en la red en castellano el breve ensayo Futuro primitivo, 1994), que hace de algunos primitivos actuales, mbuti o bosquimanos, últimos representantes de una humanidad no alienada por la civilización o el progreso.

Para los que nos educamos en la confianza en él y lo asumimos como un principio civilizador básico que alumbró los momentos más brillantes de la historia humana −hasta el punto de aceptar el calificativo de ‘progresista’ como definidor de nuestra condición ideológica− estos movimientos despiertan un recelo sólo comparable al que provocan las fes religiosas. Ambos niegan o reniegan de la naturaleza esencial del hombre: un ser histórico, capaz de cultura y, por tanto de progreso.

Como se ve, en los momentos en que el progreso es más intenso o mejor aceptado surge algún movimiento contestatario. Seguramente no es más que la manifestación de la dialéctica que mueve a la historia (tesis → antítesis → síntesis = nueva tesis → antítesis, etc.); su resolución ‘natural’ sería otra manifestación del progreso como movimiento ‘inevitable’ en el devenir de la humanidad.


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