Hay muchos que no creen en el progreso o dan a
la evolución (positiva) que se esconde en el vocablo un sentido negativo. No es
nada nuevo, ya en la Grecia de finales del siglo IV a.n.e., seguramente como
reacción al progreso material y cultural del momento, surgió una escuela de
filósofos llamados cínicos que vivían según la naturaleza despreciando los
bienes de la civilización, de ahí su nombre (κύων kyon: ‘perro’; kynikon: perruno, que viven como
perros). Por otra parte, los mitos de la edad de oro o del paraíso perdido
sintetizan la historia humana como una regresión brutal e irreversible.
La larga sucesión de años que se esconde tras
la denominación de Edad Media vivió una
fuerte hegemonía de la religión y las iglesias, así que la idea de progreso
quedó sepultada bajo un aluvión de argumentos teológicos, que dieron
combustible ideológico a una turba de anacoretas, ermitaños y monjes que se
retiraban del mundo y sus novedades, como único medio para garantizarse la
recompensa de la ‘otra vida’, de la que el tiempo está excluido. Así pues, para
el mundo de la fe el progreso carece de sentido.
El humanismo y la ilustración vieron renacer la
confianza en el progreso, sustentado, sobre todo en el segundo movimiento, en
la técnica y en la ciencia, como el medio más eficaz para lograr la felicidad
humana, que, por primera vez desde la época clásica, se cimenta en lo material. Sin embargo, cómo
no, justo a su vera nace el mito del buen salvaje, la idea de
la civilización como corruptora. De todas formas, el XVIII, el XIX y parte del
XX son siglos de predominio del optimismo fundamentado en el avance científico
y tecnológico, pero también político y antropológico. Es época de utopías, afincadas
en occidente desde el Renacimiento, y de la literatura de anticipación, aunque
más tarde la postmodernidad fuera cambiando el sentido del mensaje literario
hacía la inquietud y lo negativo (distopías): 1984, Un Mundo Feliz, Farenhait 451, o el
film Blade Runner…
Efectivamente, en tiempos recientes parece
haberse roto la tendencia positiva en la consideración del progreso. El
movimiento conservacionista parte de la idea de que el progreso, tal y como
venía entendiéndose, no es sostenible a medio o corto plazo. Ya en 1972, antes
de la crisis del petróleo, el Club de Roma emitió el informe
‘Los límites del crecimiento’, que
proponía el crecimiento 0. Aunque progreso y crecimiento son conceptos
diferentes, el primero no se entiende sin el segundo, especialmente para el
área geográfica y humana que comprende al mundo no desarrollado, la mayor
parte. Así pues, la idea de progreso quedaba tocada.
Hoy el ecologismo como movimiento
socio-científico, los verdes como movimiento político, han alcanzado un
desarrollo notable –el día 22 una manifestación de protesta por el cambio
climático reunió en Nueva York a trescientas mil personas−. Herederos, aunque
lejanos, de aquellos filósofos griegos
que citaba al comienzo, erosionan la idea de progreso cuestionándola o cambiándola
de sentido.
De la misma manera que en el mundo clásico la
oposición al progreso utilizaba recursos filosóficos y en el Medievo
teológicos, hoy utiliza un arsenal científico: el citado conservacionismo, o el
‘primitivismo’, una versión radical y postmoderna del relato de la civilización
para el que sólo el hombre anterior a la eclosión cultural del Paleolítico
superior vivió en armonía con la naturaleza y fue feliz. El apóstol de esta
teoría/doctrina es el antropólogo anarquista estadounidense John Zerzan (es posible
encontrar en la red en castellano el breve ensayo Futuro
primitivo, 1994), que hace de algunos primitivos actuales, mbuti o
bosquimanos, últimos representantes de una humanidad no alienada por la
civilización o el progreso.
Para los que nos educamos en la confianza en él y lo
asumimos como un principio civilizador básico que alumbró los momentos más
brillantes de la historia humana −hasta el punto de aceptar el calificativo de
‘progresista’ como definidor de nuestra condición ideológica− estos movimientos
despiertan un recelo sólo comparable al que provocan las fes religiosas. Ambos
niegan o reniegan de la naturaleza esencial del hombre: un ser histórico, capaz
de cultura y, por tanto de progreso.
Como se ve, en los momentos en que el progreso es más intenso
o mejor aceptado surge algún movimiento contestatario. Seguramente no es más
que la manifestación de la dialéctica que mueve a la historia (tesis →
antítesis → síntesis = nueva tesis → antítesis, etc.); su resolución ‘natural’
sería otra manifestación del progreso como movimiento ‘inevitable’ en el
devenir de la humanidad.
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