La solución territorial autonómica no fue una ocurrencia de
los legisladores del 78. La II República (1931) ideó un estatuto de autonomía
para Cataluña en un intento de neutralizar el impulso soberanista que había
llevado a la proclamación del Estado catalán por parte de políticos municipales
de Esquerra, aprovechando el vacío momentáneo por la caída de la monarquía. La
posibilidad de otorgar otros tantos a aquellos territorios que lo reclamaran,
con ciertas condiciones, era obligado en justicia para que no se entendiera el
primero como mero privilegio, obtenido en un tours de force oportunista del catalanismo.
En la Transición se impuso el modelo porque la derecha no
tenía otro, porque era una posición intermedia entre el centralismo secular, en
el que había militado el franquismo, y la descentralización federal, y porque
parecía portar una flexibilidad que permitiría adaptarlo a las circunstancias
del futuro, cualesquiera que fuesen. Sin embargo, ni los españoles lo
entendieron en su mayoría, ni los políticos lo respetaron −en seguida se apercibieron
de que era un filón como instrumento para obtener ventajas a corto plazo−.
La redacción del Título VIII que desarrolla los caminos
hacia la autonomía resultó embarullada y compleja por las reticencias de unos,
las presiones de otros y la falta de fe de la mayoría. La contradicción entre
la necesidad de satisfacer los hechos
diferenciales de catalanes y vascos, fundamentalmente, y la exigencia de
generalización, por respeto a la igualdad, condujo al diseño de dos niveles
autonómicos: cuestión fundamental, que, lamentable e irresponsablemente, fue
arrojada a la papelera a las primeras de cambio.
Si ciertos políticos no hubieran decidido explotar las
diferencias de nivel como agravios intolerables y la mayoría de los españoles
hubieran comprendido el sentimiento nacionalista de los territorios en cuestión
y hubieran desarrollado un mínimo de empatía con las diferencias reales –lenguas−,
otro gallo nos cantaría. Al no ser así, todo estaba perdido. El sistema devino
inservible hace mucho tiempo, aunque haya seguido funcionando por inercia.
Pero, quede claro, no fracasó por sus deficiencias, siempre mejorables, sino por
nuestros pecados, percibidos como virtudes, para colmo.
Siento pena por el fracaso y amargura por las consecuencias,
amén de un profundo escepticismo por eso que se ha llamado tercera vía: el
federalismo. ¿Acaso no es una forma de blindar el castizo y estúpido ‘para
todos café’, que hizo furor en el proceso anterior, con un sistema homologado y
de prestigio? ¿Alguien ha pensado que los nacionalistas hablan en términos de
nación y que La Rioja, Murcia, Extremadura, etc. no les parecen tales sino
España, Cataluña, Euskalerría?
No creo en las naciones. No me trago el rollo nacionalista. Desprecio
el uso perverso que hacen de la historia y el tufo a tribu que desprenden. Pero
lo mismo que aunque no soy creyente no me siento legitimado para reprimir los
sentimientos religiosos de los demás, tampoco soy tan estúpido y tan tirano como
para ignorar la existencia del sentimiento nacional y su derecho a vivir de
acuerdo con sus ideas y conciencias. Se impone convivir echando mano de la
racionalidad, la templanza, la comprensión…, la educación. Lamentablemente nada
de eso abunda por aquí.
2 comentarios:
Yo creo que los españoles no es que no lo entendieran, sino todo lo contrario lo demandaban… ¡amnistía, libertad y autonomía!…era el grito de lucha,… en València una manifestación de 800.000 valencianos pidiendo l’estatut, a escala, más importante que las manifestaciones de la independencia de Catalunya actuales, en Andalucía triunfó un referéndum por la autonomía ¡que si que se pudo hacer!... pero vino el golpe de estado y el café para todos… la gran barbaridad… Zapatero intento regenerar el sistema, pero ya estaba podrido, todos los partidos estaban en el Statu Quo,.. a ver si ahora con la independencia de Catalunya, ¡PODEMOS!
Un gran artículo...ponderado y meditado !
Saludos
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