En España no nos dábamos mucha cuenta, estábamos expectantes
con el parto de la democracia, que aquí costó lo suyo, pero afuera, había
comenzado desde los setenta la ofensiva neoliberal, empeñada en liquidar el
ciclo keynesiano y socialdemócrata que había logrado en Europa la mayor etapa
de bienestar de todos los tiempos. La destrucción masiva de capital en la
guerra y la amenaza contra el capitalismo de los herederos de la revolución
soviética, fuertemente anclados, o eso parecía, en la Europa del Este y en
Asia, habían inducido el florecimiento de un sistema mixto que mostraba la
posibilidad de aunar lo mejor de un mundo y de otro: democracia e igualdad.
A comienzos de ese último cuarto de siglo al sistema
soviético le crujían las articulaciones. Anquilosado por la hiperplasia
burocrática mostró sus primeras flaquezas y sus dirigentes se plantearon pedir
árnica; el fiasco de Afganistán fue el resultado del último gran gesto:
concebido como un puñetazo en la mesa sólo sirvió para lastimar el brazo y mostrar
sus debilidades y achaques. En el otro orden de cosas, a este lado del mundo, el
bienestar económico había tenido el contradictorio efecto de la desafección en
las bases sociales de la socialdemocracia, paulatinamente desclasadas por la
propia evolución económica hacia arriba ¡Cría cuervos…!. Ambos fenómenos, así como
las dificultades para el éxito de las tradicionales recetas keynesianas en la
crisis del 1973 (hay quien dice que no fallaron las recetas sino los cocineros
¡Vete a saber!), fueron el mejor ambiente para la ascensión neoliberal.
En España votábamos al PSOE en el 82 pensando en un programa
netamente socialdemócrata cuando en la mente de Felipe González lo que había
era un proyecto de privatizaciones liberal, con la disculpa de la modernización
y la ruptura con el modelo económico dirigista de la dictadura. Con un pie
caminábamos hacia el Estado de bienestar y con el otro hacia la hegemonía
absoluta del mercado. El descoyuntamiento estaba cantado, pero, sin embargo, sólo
caímos por entonces en un cierto ‘desencanto’, que vino a caracterizar esta
primera entrega socialista. El acceso a la CEE (hoy UE) hizo del camino hacia la
dictadura del mercado una marcha irreversible y triunfal: estábamos deslumbrados
por la entrada en el club ¡Qué guay! ¿Desde cuándo no nos veíamos en una así?
Entre expectación y deslumbramientos nos dimos de manos a
boca con los primeros efectos del desmadre de los mercados: la burbuja
financiera, la burbuja inmobiliaria… Los escolares de instituto abandonaban las
aulas por la obra (no la que se escribe en latín) donde ganaban de peones en un
día lo que sus profesores en una semana, encasquillados los pobres en la
cansina perorata de la necesidad de formarse; a esas alturas, un chiste. La
vida era bella y todos éramos listísimos, excluidos los profes, claro. Pero las
burbujas estallaron, cosa que al parecer todo el mundo sabía aunque nadie
estaba preparado, y vino el bíblico crujir de dientes. La otra cara de las
libertades del mercado se nos estampó como un bofetón en los morros. Hemos
aprendido lo que vale un peine, otra vez, y, de paso, que en el deslumbrante
club había una sala vip que, por cierto, no era la nuestra.
¡A las barricadas! Es un decir. La gente de hoy no empuña el
mosquetón sino el esmarfon, afortunadamente.
Indignados descubrimos que los políticos eran una casta corrupta cuyo único fin
era el lucro personal. Que todo lo que se había hecho del 75 para acá era una
puñetera mierda; no solo no era la democracia sino que, como en el caso de los
RR. MM., una vez más habían sido los padres, así se explica todo. Una parida
más que un parto. Conclusión: empezar de cero.
El problema ahora es definir cero… Bueno… pues entonces de
uno… o de tres… o de 1975.
1 comentario:
Muy bien argumentado...
Un cordial saludo
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