En mi ya larga vida de elector impenitente rara vez he
depositado mi voto con la esperanza de que alguien, o algunos, salieran
elegidos; más bien podría decir que lo hacía con la esperanza de que los elegidos
por mí no lo fueran por la mayoría y, como mucho, sólo rozaran poder o,
simplemente, les permitiera seguir presentes. Nunca supe qué me daba más miedo:
que ganaran los otros o que lo hicieran los míos; desde luego, si vencían los otros
siempre podía uno indignarse y despotricar a gusto.
Cualquier observador externo no avisado concluiría que no he
dado pie con bola a lo largo de historial tan largo votando perdedores. Nada
más falso, en realidad acerté casi siempre salvo en contados y gloriosos
tropezones, como en la segunda de Zapatero (pensé que debería seguir). Nadie es
perfecto. Resumiendo, puedo asegurar que los míos no ganaron más que un
ridículo porcentaje de veces. Esto nunca me lo preguntaron para ninguna
encuesta, pero es de lo que más satisfecho me siento.
A estas alturas tengo
claro que, en lo personal, la política tiene algo de sacrificio y espíritu de
servicio pero mucho más de cinismo, vanagloria y presunción. Con esto me acerco
al meollo de la cuestión de hoy: ¿Qué grado de presuntuosidad o de cinismo debe
tener un candidato para creerse la mejor opción? Poquita si se trata de la
alcaldía de un pueblecillo de tres al cuarto o de un escaño autonómico; pero
inconmensurable si se trata de la cabecera de una lista para el Congreso, que
indefectiblemente conduce, de triunfar, a la Presidencia del Gobierno. Como
tengo una mente deformada por el abuso de ideología durante tantos años, pienso
que los políticos de derechas, por lo menos de la derecha española al uso, tiran
más de cinismo que de presuntuosidad al optar a cualquier candidatura, ofreciendo
en público su servicio y sacrificio con mil acciones benéficas, mientras internamente
el discurso lo construyen en pasiva. La cosa tiene su explicación: el progreso
es para un pensador de derechas (sic) básicamente crecimiento económico, y para
estar en la corriente hay que tener espíritu triunfador y saber manejar en
propio beneficio todos los recursos, los políticos incluidos. La política como
trampolín. Se me dirá que muchos de izquierdas hacen igual, pero debo replicar
que esos no son de izquierdas, sino que usan del discurso de la izquierda igual
que los anteriores del manido espíritu de servicio público, sólo que dando al
cinismo una vuelta de tuerca más. El pecado de los auténticos políticos de
izquierda es la susodicha vanagloria y presunción; creerse capaces de dar la
vuelta a algo que no sea uno mismo. Los únicos que merecían la pena eran
aquellos que conscientes de su insignificancia ponían a las masas en pie; pero,
las multitudes new age, después del
hartazgo de petisuis y bollicaos que les proporcionó el capitalismo corruptor no
están para asaltar bastillas.
2 comentarios:
Toda una reflexión...
Saludos
Buenísimo. Me he reído más que con Chiquito de la Calzada. Quizá porque me he visto reflejado en ese temor de que ganen los tuyos... a los que bien conoces.
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