En la acción política se puede optar por la gestión o por la
revolución. Como es natural, los habrá convencidos de una alternativa o de la
otra, también quien prefiera, sin poner patas arriba todo el tinglado, aplicar
reformas que hagan más habitable el sistema. Se supone que la izquierda, cuanto
más nítida, más claramente se situará en la segunda opción. La derecha se sitúa
en la primera. El éxito de la socialdemocracia consistió en aceptar el sistema
pero reformándolo desde dentro. Conforme los partidos socialistas iban
descubriendo y aplicando estos nuevos objetivos, dejaban a su izquierda grupos
radicales fieles a las metas revolucionarias, los comunistas. Pero con el
tiempo estos también evolucionaron ante la constatación objetiva del
alejamiento de las posibilidades revolucionarias. El eurocomunismo nacido en
Italia y asumido calurosamente en España por el PCE fue, más que una nueva
teoría política, un certificado de conversión al reformismo. Por primera vez
los comunistas optaban por la gestión y las reformas con la esperanza de
desembocar algún día en el paisaje que antes se proponía construir la
revolución de una tacada. No hay que decir que la dialéctica democrática y el bienestar
que generan las reformas hacen imposible ver algún día ese paisaje, que, por
otra parte, para entonces ha dejado de ser atractivo para la mayoría.
Situándonos en nuestro tiempo, por mucho que nos golpeara la
crisis y las medidas de austeridad que decretaban los mercados, las
generaciones del petisuis y el bollicao no lograron más que una movilización de
chichinabo (15M) que obviamente no daba para revoluciones (no pretendo criticar
a esas generaciones, que no son la mía, sino resaltar un dato objetivo). Tan es
así que el grupo estrella que parió y que amenaza, con trompeteo revolucionario,
subvertir el panorama parlamentario instalado desde la Transición, Podemos,
aunque sus creadores tienen pedigrí enraizado en la izquierda radical lo
disimulan renunciando incluso a la denominación de izquierda y reduciendo sus expectativas
al desalojo de una supuesta casta política, o a algunos reclamos nacionalistas
frente a los mercados y la UE y al fin del bipartidismo PSOE-PP. Una revolución
de barra de bar para cuando se agota el tema de la “Champions”, de las
desventuras de Casillas, o de si Ronaldo o Messi. Su éxito procede de la combinación
del griterío con la levedad del reclamo. Lo que no hay es calle y ellos lo
saben.
¿Qué hacer? Aquí no hay un partido de profesionales de la
revolución como cuando Lenin se hacía la pregunta en medio de un paisanaje duramente
explotado que nunca, ni de lejos, había probado las mieles del desarrollismo.
Todo lo más tenemos un grupo de intelectuales (quizás proletarizados por la
dinámica universitaria actual) que han profundizado en el conocimiento de las
teorías revolucionarias y en las dinámicas sociopolíticas ante las crisis; que
han decidido sacar partido de la situación con un intento de movilización y
posterior vertebración del descontento; que conocen la falta de cohesión y el
individualismo dominante entre los descontentos y que, por lo mismo, intentan
no hacer audible el discurso que les saldría de modo natural, más que nada por
no espantar.
Nada de esto parece demasiado serio. Si rechazamos la
gestión, no aceptamos la revolución y abominamos del reformismo ¿Qué nos queda?
El gesto hosco y el grito. Como válvula de escape puede servir, pero a la larga
deprime, ya veréis.
1 comentario:
Al final lo de siempre.... ajo y agua !
Saludos
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