Existen mil y un
sistemas de participación política de la ciudadanía en la cosa pública, casi tantos
como instituciones o Estados. Todos se han escogido porque se consideraron los
mejores para aquella situación. Otra cosa es quién o quiénes hayan sido los evaluadores.
Pero es obvio que un sistema, del que se ha comprobado su eficiencia en
determinado ambiente (socio-económico-cultural) no es trasplantable, sin más, a
otro: después de lo visto en los últimos años muchos rezan porque Marruecos no se vea forzado a experimentar con la primavera y conserve su régimen otoñal de despotismo
(¿ilustrado?) teocrático moderado con ribetes democráticos. Sé que esto suena a
Montesquieu, que le vamos a hacer, pero si esperáis un poco os va a sonar más.
La incorporación de los trabajadores a la vida política se produce en el capitalismo tardío (los griegos, supuestos creadores del invento, reducían
los derechos a una minoría, de la que quedaba excluida el grueso de la mano de
obra, incluida la doméstica: mujeres). En determinadas situaciones y momentos
históricos se dieron a veces experiencias democráticas, pero como para ello se
requiere un trato entre iguales, siempre quedaron reducidas a ámbitos
minúsculos incapaces de generalizarse, como por ejemplo en algunas instituciones
medievales. Así, fuera del capitalismo la democracia es una rareza y, bien
analizada, pura apariencia (*).
En el capitalismo global la democracia debería ser global,
sin embargo sólo se han materializado intentos muy imperfectos (ONU) y un
impulso, más o menos impreciso que se aprecia por todos los rincones del
planeta. Las relaciones desiguales entre periferia y centro del sistema han
propiciado que el entramado de derechos que la conforman solo se sostenga en el
centro. En las periferias la situación es indefinida, líquida o claramente no
democrática.
La insatisfacción no es sólo por esta incapacidad para la
globalidad sino también porque donde se da nunca alcanza la excelencia. Con la
democracia pasa que jamás estamos satisfechos del todo con sus prestaciones,
entre otras cosas porque es el único sistema que permite explicitar el
descontento sobre él mismo, hasta el punto de que la autocrítica forma parte de
la sustancia que le da vida.
En un plano teórico podríamos decir que la democracia
perfecta sería la democracia directa y aquella en la que los responsables de la
gestión se designaran por sorteo. Así lo hacían los griegos y también en algunas instituciones medievales por el
procedimiento denominado insaculatorio (se sacaba de un saco o
bolsa el nombre del elegido por azar). No se nos escapa que eso sólo es posible
en ámbitos muy reducidos y cuando la homogeneidad de los miembros es casi
absoluta. Para que el sistema sea viable en grupos extensos y heterogéneos (Estados)
ha habido que inventar la representación y la selección de representantes y
gestores por procedimientos diversos y complejos que, por lo mismo, no siempre
inspiran confianza.
Inevitablemente el método representativo introduce una, o varias, cuñas
aristocratizantes en el sistema: 1) seleccionando a ‘los mejores’ (ἀριστοκρατία
aristokratía, de ἄριστος aristos excelente, y κράτος, kratos,
poder); 2) proponiendo mecanismos que modulen la proporcionalidad en uno u otro
sentido, etc. Por muy pasado de moda que se nos antoje, aquí aparece de nuevo
Montesquieu con sus razonables limitaciones a la democracia.
La inadecuación del ideal a la realidad explica los intentos
frecuentes de reforma o de revolución y sostiene un discurso que mantiene la posibilidad
de la perfección o mejoras muy sustanciales. Lo difícil es determinar cuándo es
crítica razonable o simple fundamentalismo. Porque también hay un
fundamentalismo democrático, que, al final, siempre siempre demuestra no merecer
el calificativo.
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(*) Históricamente hablando la vinculación capitalismo –
democracia es innegable. Otra cosa es que la democracia trascienda al
capitalismo e incluso pueda ser herramienta para su transformación y
superación.
1 comentario:
Excelente artículo...
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