La mente, la conciencia, o ambas cosas, que seguramente son
lo mismo, son vulnerables y maleables en extremo por efecto del entorno. Ortega
en su etapa perspectivista incluyó a
las ‘circunstancias’ en la esencia del yo («Yo
soy yo y mi circunstancia» en Meditaciones
del Quijote). Una de las circunstancias siempre presentes en el hombre
moderno desde hace no pocos siglos es vivir en espacios limitados por las
fronteras artificiales que crean los Estados. A un lado y otro de la raya
fronteriza la vida toma rumbos distintos, marcada por intereses divergentes,
leyes discordes, hábitos, lenguas, monedas... dispares hasta hacer ajenos a
los que antes de su trazado eran próximos y, como tales, cooperaban y se
entendían.
Leo en el País de hoy (13/4/2015) en un artículo
que hace referencia a un libro de Peter Sahlins (Boundaries: the making of
France and Spain in the Pyrenees. Berkeley,
1989) el impacto que los habitantes de la Cerdaña sufrieron al establecerse la
frontera actual entre España y Francia (Tratado de los Pirineos 1659), por la
cual el valle quedó dividido absurdamente entre los dos Estados y los que antes
eran vecinos y parientes se convirtieron en extranjeros. Fue largo y penoso el
periplo de sus conciencias desde la comunidad de intereses y sentimientos a la
disparidad y mutua alienación hasta acabar por identificarse como españoles o
franceses.
Como somos seres contradictorios nos debatimos permanentemente
entre dos impulsos: uno que nos mueve al universalismo y la cooperación y otro
que nos incita a marcar distancias y aislarnos. Que predomine uno u otro de
esos sentimientos dependerá de otras mil circunstancias; pero, es claro que
desde el florecimiento de los Estados nacionales (XVI, XVII) hasta el XX la
vida europea ha sido hegemonizada por el segundo. La violenta historia de
Europa en los quinientos años en cuestión es testimonio de ello. Hasta tal
punto es así que la historiografía se ha limitado a señalar y a ofrecer en las
instituciones académicas, no la historia de los hombres, sino la historia de
los Estados.
Así pues la vida cotidiana y la memoria colectiva institucionalizada nos han familiarizado con las fronteras de modo que nos produce vértigo la perspectiva de levantarlas. Las resistencias en Europa para construir un espacio político único y común sólo se explica por eso, no por intereses económicos‒la economía es la avanzada en la globalización.
Por contra, dentro de los Estados constituidos
históricamente ha crecido la fiebre nacionalista en regiones que fueron Estados
o protoestados en el pasado o que conservaron alguna peculiaridad (lengua,
etc.), en un movimiento que causa sorpresa por lo retrógrado ‒prerrogativas
históricas superadas o/y una insolidaridad flagrante‒ y por su fuerza y
evolución crecientes. En un momento en que los límites entre Estados se
desdibujan progresivamente por el auge de la integración en diversos niveles y
sectores, estos movimientos se levantan con la añoranza de nuevas fronteras y
reivindicando una memoria propia. Aunque no rechacen la integración supraestatal,
quizás para suavizar resistencias en el exterior o para negar a su propia
conciencia lo retrógrado del sueño que los mueve, no creo que pueda ponerse en
duda el carácter reaccionario de tal movimiento. Puede que no sea otra cosa que un modo de combatir el
vértigo que genera la ausencia de fronteras en unas conciencias ya modeladas
por su presencia y persistencia, obra de los Estados en otras etapas históricas,
frente al universalismo innato del género humano, que es lo que más libres
promete hacernos.
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