Me levanto temprano e indefectiblemente me desayuno cada día
con un café con leche largo y una encuesta al gusto… de quién la encargó. Por
ellas me entero de que los míos no paran de encoger: llevan embebiendo muchos
meses y a estas alturas no valen ya ni para unas elecciones en Lilliput. Mi
voto será irrelevante, como siempre, sólo que en esta ocasión amenaza con convertirse
en una rareza. Bueno, cuando los que ganen empiecen a hacer sandeces, si no
putadas, nadie podrá acusarme de responsabilidad alguna, ni por acción ni por
omisión. No es poco, porque una cosa es que uno haya metido mano en bolsa
pública, perseguible por la justicia pero excusable ante la opinión ‒mil
ejemplos de exitosos políticos corruptos lo avalan‒, que haber votado a un
cantamañanas, verbi gratia Zapatero, no perseguible pero imperdonable ante la
conciencia propia y la opinión ajena. Francamente, yo temo más a la conciencia,
que me quita sueño y apetito, que a la justicia, que me proporcionaría cama y
rancho. A juzgar por la densidad de la población carcelaria, a los demás les
ocurre lo mismo, sólo que ellos no tienen empacho alguno por poner en práctica
sus preferencias por la segunda parte de la alternativa.
Me fui por las ramas como tantas veces.
Las encuestas tenían una finalidad práctica: orientar a los
ciudadanos en la espinosa tarea de elegir a sus representantes. Poco a poco y
sin que nadie sepa cómo se han convertido en un elemento más de propaganda,
cada grupo encarga la suya, que, por recíproco agradecimiento, nuca los deja
mal. Los medios también se dedican a la tarea, pero, como sabemos, cada uno
tiene sus preferencias ‒a lo peor son intereses, pero no quiero ponerme borde‒
que misteriosamente los resultados atienden siempre. Han proliferado tanto las
encuestas que se han convertido en una actividad saneada que genera suculentos
beneficios económicos, como era de esperar; pero el matrimonio ciencia/negocio
nunca fue bueno para la primera y aquí tampoco ‒resulta un tanto hiperbólico
llamar ciencia a esta cosa de preguntar al personal cuatro cosas, pero bueno...‒.
Ha ocurrido como con los debates y tertulias: convertidos en espectáculo
cotidiano, en lugar de aclarar ideas sólo buscan la espectacularidad del
enfrentamiento que es lo que atrae audiencia y dinero. Seamos claros, lo que
aburre de la política es la intensa comercialización de todo lo que gira en su
torno, y de ella misma. Entramos en ese mercado en busca de guía e información
y salimos cargados de soflamas, eslóganes, discursos panfletarios, invectivas
groseras, datos seleccionados sabe quién según qué intereses y una infinidad de
tonterías emanadas de memos, ignorantes y caraduras. Pues sí, va a ser que el
hartazgo de la política es más bien indigestión por consumo de mercancía
averiada.
1 comentario:
Bien visto !
Saludos
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