E pluribus unum
(de muchos uno) reza el sello de los EE.UU. Los Reyes Católicos, por su parte,
escogieron como lema un yugo y un haz de flechas que, aparte otros mensajes más
o menos evidentes, simbolizaban la pluralidad al tiempo que la fuerza que
genera la unión. Los fundadores de Estados se han planteado muchas veces el
dilema de compaginar la complejidad originaria con la unidad y una cierta
homogeneidad que facilite su buen funcionamiento. Armonizar esta polaridad se
ha convertido a veces en el gran problema, nunca resuelto, de algunos Estados.
Los EE.UU. parecen haberlo zanjado con éxito, no así España.
Las Españas (en plural) del XVI y XVII se convirtieron en la
España del XVIII y XIX, los Estados herederos de las coronas medievales en las
provincias decimonónicas, las lenguas varias o desaparecieron o pasaron a estar
subordinadas al castellano e incluso confinadas a la clandestinidad cuando
arreciaron las autocracias centralistas de los borbones dieciochescos o de los
dictadores del XX. Todo este proceso fue protagonizado desde el principio por
la corona, que se había castellanizado sin remedio ya en el XVI. La
centralización y el monolingüismo sólo se interrumpen en los breves y raros
intervalos democráticos (I República, II República, Constitución del 78).
Pareciera que siempre que la ciudadanía se acerca al poder
se redescubre la pluralidad. Sin embargo, la cosa es más compleja. Pasados los
momentos revolucionarios o las transiciones más o menos fugaces, se olvidan los
sentimientos solidarios o empáticos y empiezan a florecer los antagonismos y a
tomar protagonismo los agravios, imaginarios o no. La misma gente que había
redescubierto la pluralidad redescubre ahora el centralismo o el separatismo, las
supuestas virtudes del castellano para todos, o del catalán, gallego o euskera
en exclusiva en su solar; todo ello sin que sepamos a ciencia cierta si el
impulso viene de un populismo extraviado e irresponsable de los que administran
el poder o es que, con sus prejuicios y deseos profundos, condicionan los
ciudadanos tales desvaríos.
A estas alturas ya no me bloqueo de emoción ante el uso,
casi siempre frívolo, de la palabra ‘pueblo’ porque sé que es un concepto vacío
y quien lo invoca puede ser ignorante, ingenuo o falsario; también sé que los
políticos, incluso los que aseguran no serlo, se conducen más por las leyes del
mercado que por cualquier otra consideración, lo sepan ellos o no. Sin embargo
confío en la racionalidad, en la transacción racional que desprecia cualquier fundamentalismo
nacionalista, lingüístico… para imponer como prioritarios los valores de la
convivencia y la utilidad de la unión, cuanto más amplia mejor. Para colmo, ya
hemos transitado siglos juntos, aunque no siempre con la voluntariedad mayoritaria
que hubiera sido de desear. ¿Por qué despreciar y desaprovechar esa
experiencia?
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