Aparecen las diputaciones provinciales en la Constitución de
1812, aunque sin concreción y como un recuerdo, que aspira a
institucionalizarse, de las juntas o diputaciones de defensa que habían surgido
a nivel provincial por toda España frente a la invasión francesa. Conviene
aclarar que cuando la Constitución del 12 habla de provincias se refiere a 19
circunscripciones, que nombra y que se parecen más a los reinos o divisiones
del Antiguo Régimen que a las provincias actuales. Como es sabido, la
constitución fue abolida sólo dos años después (1814), así que no hubo tiempo
de ponerlas en marcha. Tampoco en el trienio del 20 al 23 en que los liberales
volvieron al poder. Fue en la década de los 30 con el cambio de régimen que
trajo el relevo en la corona y después de que cuajara la división provincial de
Javier de Burgos, cuando, por fin, comienza su andadura efectiva. Junto a los
gobernadores provinciales fueron las dos instituciones que ayudaron a
consolidar la nueva estructura provincial, que caló en la conciencia de los
españoles profundamente hasta el punto de crear una especie de patriotismo
provincial visible todavía hoy. Con todo, la provincia, los gobernadores y las
diputaciones, fueron elementos de un Estado centralista (y racionalista),
heredero a un tiempo de la monarquía borbónica dieciochesca e ilustrada y del
jacobinismo revolucionario francés.
En nuestros días, la puesta en cuestión del racionalismo que
han traído los movimientos postmodernistas están desacreditando en toda Europa
las estructura territoriales de ese cariz (racionalistas) erigidas por la
revolución, y revitalizando organizaciones históricas que creímos periclitadas
(quizás también los neo nacionalismos emergentes y los neo populismos). El
Estado de las Autonomías ha sido, pese al tímido y vacilante esbozo
constitucional que sólo pretendía encauzar el problema catalán y vasco, un aggiornamento (‘amejoramiento’ fue el palabro
usado en el proceso constitucional para algo parecido: los fueros) de las
estructuras territoriales del Antiguo Régimen.
Los gobernadores civiles pasaron a mejor vida dada su flagrante
contradicción con el Estado descentralizado, pero las diputaciones sobrevivieron
aunque con atribuciones menguantes. En realidad quedan sólo 38 si se excluyen
las forales y los cabildos o consejos insulares, diferentes en su constitución
y atribuciones, y las de autonomías mono provinciales en donde sí que
desaparecieron sin más, cediendo sus atribuciones a la comunidad
correspondiente. Los partidarios de la supresión no entienden por qué no podría
ocurrir igual en las demás.
Las razones para su desaparición son: la baja eficiencia de
su gestión, basada en el hecho de que la mayor parte de sus presupuestos se
dedican al mantenimiento de su propia
estructura; su opacidad; que, quizás por ser de elección indirecta, se han convertido
en refugio de carreras políticas en stand
by, periclitadas o caciquiles; que han sido con frecuencia nidos de
clientelismo escandaloso… Argumentos de peso, es evidente.
La defensa de su mantenimiento se basa en que prestan servicios
apreciables al ámbito rural. La cuestión es saber si esos servicios no se
pudieran gestionar con más eficacia desde otras instituciones menos costosas,
más saneadas y más transparentes. De momento, los gestores de las comunidades
que se oponen a su desaparición despiertan la sospecha de que lo hacen por no
saber qué hacer con el personal político o laboral que tienen colocado allí, y
por no perder una fuente de poder consolidada, clientelar y opaca.
1 comentario:
Excelente !
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