El lenguaje nació y se desarrolló entre los humanos, como
todas sus potencialidades, en un largo proceso de diálogo, nunca mejor dicho,
con el medio. La creación en un golpe de decisión divina, como cuando, a modo
de castigo, hizo Jehová que nacieran multitud de lenguas para impedir el
entendimiento en el acto soberbio de la construcción de la torre de Babel, es
sólo un mito. Pero ese no es el único en torno a la lengua: hay una reverencia
por la palabra escrita que se manifiesta en la veneración y credulidad que
inspiran los libros sagrados y, sin ir tan lejos, en el plus de veracidad que
siempre estamos dispuestos a conceder al texto impreso (“lo escrito, escrito
está” decían los antiguos para significar que algo no tenía vuelta de hoja).
Pero el más importante es el de que la lengua nació para la comunicación y el
entendimiento. Sin duda esto es cierto; pero, también, que, desde sus orígenes,
las lenguas han sido usadas para la
ocultación, el engaño y la confusión. De ello pueden ser muestra las jergas
gremiales, como la jurídica, las caligrafías herméticas, como la de los
médicos, etc.
No todo lo que encuentra expresión hablada o escrita tiene
la finalidad de ser comprendido. Los griegos ante cualquier problema vital,
personal o colectivo, solían consultar a los oráculos, canales de comunicación
con los dioses. Uno de los más venerados era el de Apolo en Delfos. Allí el
dios hablaba a través de una médium, en trance, seguramente inducido por alguna
droga (quizás laurel o yedra que abundaban en la zona), con palabras realmente
herméticas que ponían al solicitante en mayores dificultades para entender nada
que antes de la consulta. Sin embargo a posteriori siempre era posible
encontrar una relación entre las palabras de la pitonisa y lo que realmente hubiera
ocurrido. Cómo no.
Se espera mucho de las palabras: que contengan mensajes
nítidos; que sean siempre veraces; que se reciban con veneración cuando
supersticiosa o interesadamente se las atribuimos a quienes por su naturaleza
no pueden hablar o simplemente no existen. Uno de esos discutibles emisores de
mensajes es el pueblo, protagonista desde que se impusiera el sufragio
universal y ascendieran las clases populares a la escena política. Un proverbio
de tiempos de Maricastaña rezaba: vox
populi, vox Dei (la voz del pueblo [es] la voz de Dios). En la imprecisa
época en que se acuñara aún no se había
inventado la democracia, pero sí, evidentemente, la demagogia y el populismo.
Eso nos pone sobre la pista de posibles fraudes en torno a la palabra de tan
fantasmal sujeto.
Cuando se hace una consulta electoral se pregunta a cada
ciudadano. Si a la suma de los votantes la llamamos pueblo, su voz sólo puede
ser una algarabía indescifrable con la que es imposible entenderse sin el
recurso a las matemáticas (no en balde dijo algún ocurrente facha patrio que
“morir por la democracia es como morir por el Sistema Métrico Decimal”). Pero las
matemáticas no dan pie a muchos matices y a veces su voz es también críptica.
Desde luego, nunca nos pueden decir si lo que quiere el pueblo es que haya
pactos, que sean transversales o entre afines, unas nuevas elecciones o
cualquier cosa por el estilo, entre otras razones porque el pueblo es sólo una
abstracción y adjudicarle deseos y voz es sólo prosopopeya, o sea literatura.
Los políticos son libres de interpretar una u otra cosa. Sólo a posteriori se
sabrá si su decisión despertó más aprobación que disgusto, o a la inversa.
1 comentario:
Muy bien dicho...
Saludos
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