EL ROTO |
Desde que leyera, hace muchas décadas, a B. Farrigton, Ciencia y política en el mundo antiguo,
guardo un considerable recelo por el platonismo y sus aledaños. Anteponer el
mundo de las ideas a la realidad no es sólo una doctrina filosófica más sino el
más insidioso instrumento para lograr y conseguir el poder de unos pocos sobre
la inmensa mayoría. Pura reacción contra el movimiento democrático que
conmocionaba a Atenas en su tiempo, pero que demostró tener cargas de
profundidad de acción retardada que atacaría, andando el tiempo, el progreso
científico y promocionaría, dándoles armas intelectuales, a las religiones (judaísmo,
cristianismo, islamismo) que oscurecieron la antigüedad en su tránsito al
medievo, absolutamente dominado por ellas.
Platón y los suyos han gozado de un inmenso prestigio y con
esa aureola han sido transmitidos en las aulas de generación en generación sin
solución de continuidad durante siglos, lo que posiblemente constituye la mejor
demostración de que su mensaje es conservador y paralizante: nadie más
interesado en desvalorizar la realidad que el poder, quienquiera que sea el que
lo ejerza.
El mejor alegato contra el idealismo es de Marx que llamó la
atención sobre que habíamos venido haciendo descansar la historia sobre la
cabeza y era ya hora de colocarla sobre los pies. No es la conciencia de los hombres la que
determina la realidad; por el contrario, la realidad social es la que determina
su conciencia. Por la siempre acechante inversión
platónica los líderes de Podemos, surgidos de la universidad, esgrimen su
bagaje teórico como arma transformadora, relegando la ‘praxis’ a una especie de
prácticas de becario, epílogo de su formación académica, y confundiendo la
conciencia de clase con la ocasional frustración profesional de unos
universitarios por la crisis. Deducen de lo anterior que el mejor político es
el politólogo. Otra vez Platón, ahora aliñado con Maquiavelo, que por algo
pasaron por las aulas.
Todos los seguidores de Marx o, simplemente, militantes en
la izquierda, no han sido coherentes en su pensamiento y en su acción; antes
bien, lo habrá sido una minoría y parcialmente. Hay un algo en nuestro cerebro
que desarma una y otra vez aquella estrofa de La Internacional, atruena la razón en marcha, y nos hace transitar caminos que nada tienen
que ver con ella sino con pulsiones emocionales. Precisamente Podemos se mueve
conscientemente, a diferencia de otras izquierdas, en ese medio ambiguo entre
la razón y la emoción; en la contradicción entre una izquierda (la razón en
marcha), al fin reconocida, después de negada no tres sino cien veces, y un
populismo confesado desde el primer momento, en esencia neorromántico e
irracionalista.
Ya es penoso que inadvertidamente caigamos en contradicción
con el principio que nos anima. Partir de la contradicción, instalarse en ella
como táctica y estrategia es algo menos visto y que no me atrevo a calificar
porque sólo se me ocurre una palabra que designa la desvergüenza de defender lo
detestable: cinismo.
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