29 abr 2016

Ética y política

EL ROTO

Desde que leyera, hace muchas décadas, a B. Farrigton, Ciencia y política en el mundo antiguo, guardo un considerable recelo por el platonismo y sus aledaños. Anteponer el mundo de las ideas a la realidad no es sólo una doctrina filosófica más sino el más insidioso instrumento para lograr y conseguir el poder de unos pocos sobre la inmensa mayoría. Pura reacción contra el movimiento democrático que conmocionaba a Atenas en su tiempo, pero que demostró tener cargas de profundidad de acción retardada que atacaría, andando el tiempo, el progreso científico y promocionaría, dándoles armas intelectuales, a las religiones (judaísmo, cristianismo, islamismo) que oscurecieron la antigüedad en su tránsito al medievo, absolutamente dominado por ellas.

Platón y los suyos han gozado de un inmenso prestigio y con esa aureola han sido transmitidos en las aulas de generación en generación sin solución de continuidad durante siglos, lo que posiblemente constituye la mejor demostración de que su mensaje es conservador y paralizante: nadie más interesado en desvalorizar la realidad que el poder, quienquiera que sea el que lo ejerza.

El mejor alegato contra el idealismo es de Marx que llamó la atención sobre que habíamos venido haciendo descansar la historia sobre la cabeza y era ya hora de colocarla sobre los pies. No es la conciencia de los hombres la que determina la realidad; por el contrario, la realidad social es la que determina su conciencia. Por la siempre acechante inversión platónica los líderes de Podemos, surgidos de la universidad, esgrimen su bagaje teórico como arma transformadora, relegando la ‘praxis’ a una especie de prácticas de becario, epílogo de su formación académica, y confundiendo la conciencia de clase con la ocasional frustración profesional de unos universitarios por la crisis. Deducen de lo anterior que el mejor político es el politólogo. Otra vez Platón, ahora aliñado con Maquiavelo, que por algo pasaron por las aulas.

Todos los seguidores de Marx o, simplemente, militantes en la izquierda, no han sido coherentes en su pensamiento y en su acción; antes bien, lo habrá sido una minoría y parcialmente. Hay un algo en nuestro cerebro que desarma una y otra vez aquella estrofa de La Internacional, atruena la razón en marcha, y nos hace transitar caminos que nada tienen que ver con ella sino con pulsiones emocionales. Precisamente Podemos se mueve conscientemente, a diferencia de otras izquierdas, en ese medio ambiguo entre la razón y la emoción; en la contradicción entre una izquierda (la razón en marcha), al fin reconocida, después de negada no tres sino cien veces, y un populismo confesado desde el primer momento, en esencia neorromántico e irracionalista.

Ya es penoso que inadvertidamente caigamos en contradicción con el principio que nos anima. Partir de la contradicción, instalarse en ella como táctica y estrategia es algo menos visto y que no me atrevo a calificar porque sólo se me ocurre una palabra que designa la desvergüenza de defender lo detestable: cinismo.

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