23 abr 2016

Reyes taumaturgos

De los Reyes Magos, aquellos entrañables personajes que según la piadosa tradición adoraron a Jesús niño en el pesebre, nadie nunca ha aportado pruebas de sus poderes mágicos ni de su condición real. Sin embargo, mucho más cerca en el tiempo y en la geografía, los reyes de Francia sí que contaban con facultades supranormales, prueba irrefutable del origen divino de su mandato: eran capaces mediante la simple imposición de manos de curar a los escrofulosos (enfermedad emparentada con la tuberculosis que inflama los ganglios linfáticos del cuello). Desde las profundidades de la Edad Media hasta tiempos modernos los monarcas galos ejercieron sus dotes taumatúrgicas en solemnes ceremonias públicas. El suceso era inexplicable para el entendimiento humano sin las luces de la fe, que nos permite aceptar que un vicario de Cristo, y los reyes pretendían serlo, pueda ejercer alguno de sus poderes por delegación. También se nos escapan las  razones de tan curiosa especialización, así como que los propios reyes fueran pasto de todo tipo de enfermedades desde la peste (Luis IX) a la sífilis (Francisco I), pasando por todo el amplio repertorio disponible en los tiempos. Tampoco tenemos noticia de si alguno de ellos padeció la dolencia que eran capaces de curar en sus vasallos.
  


En el grabado que aporto podemos ver a S. M. Cristianísima (Très Chrestien) Enrique IV, primer Borbón, en la ceremonia del ‘toque’, ante la Corte y el pueblo de París, con la pompa que el caso requería. Es curioso que Enrique antes de ser monarca había coqueteado, o algo más, con los hugonotes (protestantes) y cuando le ofrecieron la corona con la condición de que volviera al redil católico romano exclamó, como justificación de una decisión incuestionable: París bien vale una misa. La parábola del hijo pródigo se materializó una vez más: Allá Arriba no dudaron en dotar al converso de todos los atributos de sus antecesores, incluyendo el de laringólogo a lo divino.

Los zares de Rusia gozaron de parecidos superpoderes, que diríamos hoy. Sus súbditos arriesgaban la vida por tocar el borde del manto de los autócratas eslavos en sus escasas apariciones públicas, con la esperanza de recuperar la salud perdida o nunca disfrutada.

Volviendo a Francia, después de la Ilustración que enfangó a toda la sociedad en el respeto a la razón, y de la revolución, su secuela inevitable, volvió la monarquía con las ínfulas de siempre. En su afán restaurador Carlos X, último Borbón hermano y sucesor de Luis XVIII, quiso demostrar a los desleales franceses, previamente degradados de ciudadanos a súbditos, que la monarquía seguía gozando de la predilección y gracia divinas, para lo que organizó una nueva ceremonia del ‘toque’. Era el año 1825 y a esas alturas los franceses no estaban ya para sandeces de este tipo. El resultado fueron muchas risas y un real ridículo del que el pretencioso soberano no logró desprenderse en los cinco años que restaban a su destronamiento.

Ni Luis Felipe, ni Napoleón III, ni mucho menos los presidentes de las cuatro repúblicas que le siguieron dieron ya nunca muestras de veleidades sanadoras. Para estos menesteres, los franceses, otra vez ciudadanos, sólo cuentan ahora con el personal sanitario. Es obvio, la vida va perdiendo color.