De los Reyes Magos, aquellos entrañables personajes que según la
piadosa tradición adoraron a Jesús niño en el pesebre, nadie nunca ha
aportado pruebas de sus poderes mágicos ni de su condición real. Sin embargo,
mucho más cerca en el tiempo y en la geografía, los reyes de Francia sí que contaban
con facultades supranormales, prueba irrefutable del origen divino de su
mandato: eran capaces mediante la simple imposición de manos de curar a los
escrofulosos (enfermedad emparentada con la tuberculosis que inflama los
ganglios linfáticos del cuello). Desde las profundidades de la Edad Media hasta
tiempos modernos los monarcas galos ejercieron sus dotes taumatúrgicas en
solemnes ceremonias públicas. El suceso era inexplicable para el entendimiento
humano sin las luces de la fe, que nos permite aceptar que un vicario de Cristo, y los reyes pretendían serlo, pueda ejercer alguno de sus poderes por delegación. También se nos escapan
las razones de tan curiosa especialización,
así como que los propios reyes fueran pasto de todo tipo de enfermedades desde
la peste (Luis IX) a la sífilis (Francisco I), pasando por todo el amplio repertorio
disponible en los tiempos. Tampoco tenemos noticia de si alguno de ellos
padeció la dolencia que eran capaces de curar en sus vasallos.
En el grabado que aporto podemos ver a S. M. Cristianísima
(Très Chrestien) Enrique IV, primer Borbón, en la ceremonia del ‘toque’, ante
la Corte y el pueblo de París, con la pompa que el caso requería. Es curioso
que Enrique antes de ser monarca había coqueteado, o algo más, con los
hugonotes (protestantes) y cuando le ofrecieron la corona con la condición de
que volviera al redil católico romano exclamó, como justificación de una
decisión incuestionable: París bien vale
una misa. La parábola del hijo pródigo se materializó una vez más: Allá Arriba
no dudaron en dotar al converso de todos los atributos de sus antecesores,
incluyendo el de laringólogo a lo divino.
Los zares de Rusia gozaron de parecidos superpoderes, que
diríamos hoy. Sus súbditos arriesgaban la vida por tocar el borde del manto de
los autócratas eslavos en sus escasas apariciones públicas, con la esperanza de
recuperar la salud perdida o nunca disfrutada.
Volviendo a Francia, después de la Ilustración que enfangó a
toda la sociedad en el respeto a la razón, y de la revolución, su secuela
inevitable, volvió la monarquía con las ínfulas de siempre. En su afán
restaurador Carlos X, último Borbón hermano y sucesor de Luis XVIII, quiso
demostrar a los desleales franceses, previamente degradados de ciudadanos a
súbditos, que la monarquía seguía gozando de la predilección y gracia divinas,
para lo que organizó una nueva ceremonia del ‘toque’. Era el año 1825 y a esas
alturas los franceses no estaban ya para sandeces de este tipo. El resultado
fueron muchas risas y un real ridículo del que el pretencioso soberano no logró
desprenderse en los cinco años que restaban a su destronamiento.
Ni Luis Felipe, ni Napoleón III, ni mucho menos los
presidentes de las cuatro repúblicas que le siguieron dieron ya nunca muestras
de veleidades sanadoras. Para estos menesteres, los franceses, otra vez
ciudadanos, sólo cuentan ahora con el personal sanitario. Es obvio, la vida va
perdiendo color.
1 comentario:
Muy interesante...
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