Que la reforma de la ley electoral no es una prioridad lo ha
demostrado la nueva geografía parlamentaria con la aparición de dos nuevos
partidos con gancho y la unión de IU a Podemos. De pronto el sempiterno y
escandaloso problema de la proporcionalidad ha desaparecido. Es más, ya hay
quien levanta voces defendiendo nuestro sistema que comparativamente con los
países de nuestro entorno no sólo no suspende sino que saca nota. Desde luego carece
de elementos ‘correctores’ tan brutales o arbitrarios como los de ciertos
vecinos, de las complejidades poco justificadas de otros e incluso de la
obsolescencia de alguno.
El parlamento Francés cuenta con 575 diputados, el de Italia
con 630, el nuestro 350. Es cierto que los dos vecinos tienen una población que
roza los 60 millones y nosotros sólo nos acercamos a los 50, pero también es
verdad que desde que se aprobó la ley electoral (hace 30 años) la población
creció un 25% largo, y que con mucha
menos población la II República tuvo 463 y la monarquía (Alfonso XIII) 436. La
Constitución establece una horquilla para el número de diputados entre 350 como
mínimo y 400 como máximo; la actual ley electoral escogió el mínimo. Un informe
elaborado por la Universidad de Granada en 2009 (GIME'09), cuya lectura recomiendo, coloca el acento en la
ampliación a 400 diputados y en el principio de la doble proporcionalidad, de las circunscripciones
y de los partidos. Se trataría de conseguir una mejor distribución territorial
de los escaños sin renunciar a las circunscripciones provinciales ‒lo que no
podría hacerse sin una reforma constitucional‒ y que ni los partidos pequeños
que se presentan en todo el Estado ni los regionalistas o nacionalistas que lo
hacen a sólo algunas circunscripciones se vean perjudicados. Todo ello sin
renunciar a las correcciones que establece la ley D’Hont para romper la excesiva
fragmentación por una proporcionalidad absoluta, lo que en los sistemas
parlamentarios dificulta la formación de gobiernos. Completa las medidas con
una fórmula de desbloqueo de las listas que parece estar en las expectativas de
la opinión pública. Realmente es imposible mejor rendimiento con menor coste
político.
Ciertamente una reforma de este tipo sería muy conveniente,
pero no imprescindible. Mucho más urgente y necesario para la regeneración
política y la recuperación de la credibilidad del sistema es la corrección de
una serie de malas prácticas que se han ido instalando en los mecanismos de
gobierno por la hiperactividad de partidos megalómanos, que han campado por sus
respetos sin control, colonizando cualesquiera sectores de la administración. Utilizar
el parlamento, supuesto depositario de la soberanía nacional, como coartada ha sido
la práctica corriente; pero, también, paradójicamente, su ninguneo. A nadie
escapa que una vez cerradas las elecciones las cámaras son también dominio de los comités
partidarios, generalizadamente y sin pudor.
La calidad de la democracia depende mucho más de estas
correcciones, para las que no se precisa casi nunca tocar leyes fundamentales
sino sólo su desarrollo y reglamentación, de ellas y de las instituciones
básicas. Pero esto es precisamente lo que probablemente nunca ocurrirá. Siempre
se prefiere situar la batalla en un plano grandilocuente y vistoso que produzca
mejores réditos; por ejemplo, la inanidad del Senado ha producido debates y
tomas de postura sobre su supresión, en convivencia con la escandalosa incapacidad
para acordar una simple reforma reglamentaria.
«Hagan Uds. Las leyes que yo haré los reglamentos» dijo en
cierta ocasión el célebre y cínico conde de Romanones. Ha llovido mucho desde entonces pero qué poco ha cambiado.
1 comentario:
Un gran artículo...
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