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Conocemos la génesis de los acontecimientos, hemos leído, hemos oído, hemos contado mil veces cómo se han contratado las hipotecas basura y cómo han pasado al mercado financiero, actuando como un virus en un medio propicio; sabemos que una élite de ejecutivos irresponsables, pero que reciben sueldos millonarios, bonus fantásticos y ahora, cuando los echan por una gestión nefasta, indemnizaciones de decenas de millones de dólares por sus contratos blindados, han sido los responsables directos por su afán de obtener altísimos beneficios en el más corto plazo; estamos al corriente de que la burbuja especulativa fue posible gracias a la abundancia de liquidez, al dinero barato que inundó los mercados desde que se atajó la crisis de las punto com y de los tigres asiáticos con inyecciones de dinero público, tal y como se está haciendo ahora; nadie ignora que la política de dejar hacer de los gobiernos, impuesta por una minoría de capitalistas jaleados por supuestos sabios de la ciencia económica, ha creado el caldo de cultivo necesario para la catástrofe. Todos sabemos que el desmoronamiento del sistema financiero significa la escasez del crédito y éste el freno de la producción, el paro, los déficit en las haciendas públicas, la reducción o desaparición de las políticas sociales y la miseria.
Se me dirá que, con las variantes propias de los tiempos, todas las crisis se parecen como gotas de agua. Es cierto. Sin embargo, una diferencia clara de la actual sobre las precedentes es que ahora todos lo sabemos todo. En las anteriores los que sufrían las calamidades de la depresión sólo conocían sus efectos. Hoy, por algo estamos en la sociedad de la información, la gran mayoría también conocemos las causas, el desarrollo, los responsables y en cierto modo podríamos predecir las catástrofes que generará. Es más, en otros tiempos sólo podíamos comunicar nuestras ideas, nuestras frustraciones, nuestros deseos a los que teníamos en nuestro entorno físico o, más lejos, utilizando el cauce de partidos, sindicatos u otras asociaciones similares, que a su vez imponían las limitaciones que les convinieran; hoy vivimos la revolución de la información, de la que este medio es ejemplo, y la comunicación no tiene límites. Sin perder un ápice de nuestra individualidad podemos estar al corriente, informarnos exhaustivamente y tomar decisiones prestando nuestro concurso a aquellas acciones que nos interesen.
Estoy convencido (¿será otra ingenuidad?) de que si la crisis, como parece, empieza a sentirse con dureza y se prolonga meses, quizás un año o más, se van a ir generando respuestas, primero localizadas, pero después globalmente, que pueden también ser muy contundentes. Hemos visto ya dos guerras mundiales, una economía global, la crisis global ¿veremos quizás la revolución global?
Siempre he tenido la tonta manía de pensar que el futuro será mejor, porque... otro mundo es posible.
30 sept 2008
29 sept 2008
La segunda muerte del liberalismo
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Sin embargo, no hay que exagerar; ésta no es la primera vez que muere el liberalismo. En la segunda mitad del XIX la doctrina, casi recién estrenada, triunfó, obteniendo vitalidad de la enorme actividad que generaba la segunda fase de la revolución industrial (instalación de las redes de ferrocarril, nuevas industrias…). Los días negros vinieron en 1873, la primera gran crisis del sistema, pero su asfixia no llega hasta 1929, que curiosamente también nació en las finanzas. Para salir de la depresión generada por el Crack hubo que romper con todos los dogmas de la no intervención, las políticas keynesianas, como el New Deal americano, firmaron el certificado de defunción del liberalismo. Las dos guerras mundiales que se sucedieron en el XX y sus respectivas posguerras con las necesidades de reconstrucción que implicaban, no hicieron otra cosa que confirmar lo acertado de la intervención estatal.
Como todo termina, también lo hizo esta fase: la crisis de 1973 no respondió a las recetas keynesianas y la siguiente década fue comandada por Thatcher y Reagan en el Reino Unido y en EE.UU. respectivamente, convencidos ambos de las tesis del liberalismo, renacido en algunos círculos académicos (escuela de Chicago) y de los negocios. Empieza entonces el desmantelamiento del Estado de bienestar, las privatizaciones del sector público y la desregulación de los mercados. Había resucitado el liberalismo, al que se unió el prefijo neo para darle apariencia de novedad y justificar un cierto fundamentalismo. Esta vez los nutrientes que le dieron volumen fueron las nuevas condiciones y los negocios nacidos del auge de las nuevas tecnologías. Para colmo, la debacle de la URSS justificaba la desconfianza en el socialismo y desprestigiaba e invalidaba sus tradicionales tesis intervencionistas.
Hoy agoniza de nuevo el liberalismo, de forma escandalosa y poco digna, pero el capitalismo, al que sólo imponía unos retoques, sigue gozando de buena salud, de hecho no existe en el horizonte una doctrina, un sistema alternativo que lo amenace. En 1929 acababa de triunfar la revolución bolchevique en Rusia y amenazaba con extenderse por toda Europa y, aún así, superó todas las dificultades. Hoy las perspectivas para el sistema son más optimistas; tendrá que cambiar de estilista, pero seguirá siendo el mismo.
Es un hecho que estamos viviendo momentos cruciales para el sistema económico. Parece que el liberalismo con el que se movían los mercados, especialmente los financieros, ha tocado a su fin. Los grandes bancos de inversión, hasta ayer gigantes todopoderosos, convertidos en la bandera de un capitalismo ensoberbecido, caen uno tras otro como fichas de dominó, arrastrando aseguradoras y hasta cajas de ahorros. Puede ser, y yo lo espero porque la alternativa a corto plazo es mucho peor, que las medidas puestas en marcha en USA (con dificultades) y también en Gran Bretaña, frenen el proceso, pero no detendrán cambios importantes, que nos situaran en otro escenario en unos años.
Sin embargo, no hay que exagerar; ésta no es la primera vez que muere el liberalismo. En la segunda mitad del XIX la doctrina, casi recién estrenada, triunfó, obteniendo vitalidad de la enorme actividad que generaba la segunda fase de la revolución industrial (instalación de las redes de ferrocarril, nuevas industrias…). Los días negros vinieron en 1873, la primera gran crisis del sistema, pero su asfixia no llega hasta 1929, que curiosamente también nació en las finanzas. Para salir de la depresión generada por el Crack hubo que romper con todos los dogmas de la no intervención, las políticas keynesianas, como el New Deal americano, firmaron el certificado de defunción del liberalismo. Las dos guerras mundiales que se sucedieron en el XX y sus respectivas posguerras con las necesidades de reconstrucción que implicaban, no hicieron otra cosa que confirmar lo acertado de la intervención estatal.
Como todo termina, también lo hizo esta fase: la crisis de 1973 no respondió a las recetas keynesianas y la siguiente década fue comandada por Thatcher y Reagan en el Reino Unido y en EE.UU. respectivamente, convencidos ambos de las tesis del liberalismo, renacido en algunos círculos académicos (escuela de Chicago) y de los negocios. Empieza entonces el desmantelamiento del Estado de bienestar, las privatizaciones del sector público y la desregulación de los mercados. Había resucitado el liberalismo, al que se unió el prefijo neo para darle apariencia de novedad y justificar un cierto fundamentalismo. Esta vez los nutrientes que le dieron volumen fueron las nuevas condiciones y los negocios nacidos del auge de las nuevas tecnologías. Para colmo, la debacle de la URSS justificaba la desconfianza en el socialismo y desprestigiaba e invalidaba sus tradicionales tesis intervencionistas.
Hoy agoniza de nuevo el liberalismo, de forma escandalosa y poco digna, pero el capitalismo, al que sólo imponía unos retoques, sigue gozando de buena salud, de hecho no existe en el horizonte una doctrina, un sistema alternativo que lo amenace. En 1929 acababa de triunfar la revolución bolchevique en Rusia y amenazaba con extenderse por toda Europa y, aún así, superó todas las dificultades. Hoy las perspectivas para el sistema son más optimistas; tendrá que cambiar de estilista, pero seguirá siendo el mismo.
27 sept 2008
Rusia y Europa
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André Glucksmann, filósofo francés, superviviente de la movida de mayo del 68, escribe ayer en El País a propósito de la política de Rusia. A veces se encuentra uno con artículos que parecen haber sido redactados por alguien que nos leyó el pensamiento; en ocasiones, las más, hay discrepancias, en mayor o menor número; lo más raro es no encontrar una sola idea aprovechable. Esto es lo que me ha ocurrido con el amigo André antiguo maoísta-estalinista, en los buenos tiempos de aquel mayo, transmutado hoy en incondicional admirador de Bush o Sarkozy; travestismo del bueno, sin duda. Al margen del nomadismo político e intelectual de Glucksman, el tema que trata, el nuevo papel de Rusia, me interesa.
Desde 1991, fecha de la disolución de la URSS, hemos visto cómo los restos dispersos de la gran superpotencia, especialmente la Federación Rusa, se sumían en una postración que parecía, a primera vista, definitiva. El mandato de Yeltsin, personaje histriónico y, a mi juicio, de gran frivolidad política, de lo que quizás no fuera ajeno el alcoholismo que padecía, fue especialmente penoso. El impasse fue aprovechado por la OTAN para avanzar posiciones, como si temiera la resurrección de la gran potencia a medio plazo, pero no para asentar las bases de una nueva situación que revalidara la desaparición de la bipolaridad; no en balde se trata de una institución militar y, como tal, su obligación es mantener una situación de superioridad táctica y estratégica previniendo una posible confrontación bélica. Quizás por eso, al plantar cara Rusia en Georgia, ha dado inmediatamente la impresión de que estábamos de nuevo en la guerra fría, a lo que han contribuido las declaraciones poco afortunadas de C. Rize y S. Palin.
Tengo para mí que no se volverá a una confrontación bipolar porque las potencias emergentes (China, India y otras) tienen ya gran poder, no sólo demográfico, y son varias, situadas en diferentes áreas geográficas sobre las que paulatinamente irán ejercerciendo una influencia creciente. El nuevo mapa geopolítico del Mundo será multipolar. La OTAN respondía a las necesidades defensivas de la gran potencia occidental cuando sólo tenía enfrente a otra gran potencia, la URSS, y cuando la confrontación tenía un sustrato ideológico, que hoy ha desaparecido. En el momento presente su permanencia, su revitalización a costa de erosionar el antiguo glacis defensivo de Rusia, en lugar de asegurar la paz, lo que promueve es la inseguridad por el recelo que despierta y las reacciones que genera, como se ha visto en Georgia. Por otra parte, para la lucha por las fuentes de energía, que marca ya las relaciones internacionales y lo hará mucho más en el futuro, no parece que sea un buen instrumento, ya que otro tipo de alianza, no militar, en la que Rusia pudiera integrarse tendría ventajas obvias.
En todo caso es evidente que Europa necesita de Rusia, lo que no debería ser incompatible con la alianza con EE.UU. Nadie tendría que estar más interesado en la superación de la OTAN que los países europeos. El posible déficit defensivo que quizás produjera su desaparición habría de cubrirse con un esfuerzo conjunto en el marco de la UE, lo que forzaría al alumbramiento de una política exterior común y la emancipación respecto de EE.UU. La confrontación con Rusia es artificiosa y parece responder a la nostalgia por una época en la que se demostró la superioridad de Occidente, pero no a las necesidades de los nuevos tiempos, los de la guerra fría ya son historia.
André Glucksmann, filósofo francés, superviviente de la movida de mayo del 68, escribe ayer en El País a propósito de la política de Rusia. A veces se encuentra uno con artículos que parecen haber sido redactados por alguien que nos leyó el pensamiento; en ocasiones, las más, hay discrepancias, en mayor o menor número; lo más raro es no encontrar una sola idea aprovechable. Esto es lo que me ha ocurrido con el amigo André antiguo maoísta-estalinista, en los buenos tiempos de aquel mayo, transmutado hoy en incondicional admirador de Bush o Sarkozy; travestismo del bueno, sin duda. Al margen del nomadismo político e intelectual de Glucksman, el tema que trata, el nuevo papel de Rusia, me interesa.
Desde 1991, fecha de la disolución de la URSS, hemos visto cómo los restos dispersos de la gran superpotencia, especialmente la Federación Rusa, se sumían en una postración que parecía, a primera vista, definitiva. El mandato de Yeltsin, personaje histriónico y, a mi juicio, de gran frivolidad política, de lo que quizás no fuera ajeno el alcoholismo que padecía, fue especialmente penoso. El impasse fue aprovechado por la OTAN para avanzar posiciones, como si temiera la resurrección de la gran potencia a medio plazo, pero no para asentar las bases de una nueva situación que revalidara la desaparición de la bipolaridad; no en balde se trata de una institución militar y, como tal, su obligación es mantener una situación de superioridad táctica y estratégica previniendo una posible confrontación bélica. Quizás por eso, al plantar cara Rusia en Georgia, ha dado inmediatamente la impresión de que estábamos de nuevo en la guerra fría, a lo que han contribuido las declaraciones poco afortunadas de C. Rize y S. Palin.
Tengo para mí que no se volverá a una confrontación bipolar porque las potencias emergentes (China, India y otras) tienen ya gran poder, no sólo demográfico, y son varias, situadas en diferentes áreas geográficas sobre las que paulatinamente irán ejercerciendo una influencia creciente. El nuevo mapa geopolítico del Mundo será multipolar. La OTAN respondía a las necesidades defensivas de la gran potencia occidental cuando sólo tenía enfrente a otra gran potencia, la URSS, y cuando la confrontación tenía un sustrato ideológico, que hoy ha desaparecido. En el momento presente su permanencia, su revitalización a costa de erosionar el antiguo glacis defensivo de Rusia, en lugar de asegurar la paz, lo que promueve es la inseguridad por el recelo que despierta y las reacciones que genera, como se ha visto en Georgia. Por otra parte, para la lucha por las fuentes de energía, que marca ya las relaciones internacionales y lo hará mucho más en el futuro, no parece que sea un buen instrumento, ya que otro tipo de alianza, no militar, en la que Rusia pudiera integrarse tendría ventajas obvias.
En todo caso es evidente que Europa necesita de Rusia, lo que no debería ser incompatible con la alianza con EE.UU. Nadie tendría que estar más interesado en la superación de la OTAN que los países europeos. El posible déficit defensivo que quizás produjera su desaparición habría de cubrirse con un esfuerzo conjunto en el marco de la UE, lo que forzaría al alumbramiento de una política exterior común y la emancipación respecto de EE.UU. La confrontación con Rusia es artificiosa y parece responder a la nostalgia por una época en la que se demostró la superioridad de Occidente, pero no a las necesidades de los nuevos tiempos, los de la guerra fría ya son historia.
20 sept 2008
Reflexiones sobre la democracia (3). Economía.
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La democracia ha sido la obra de las clases medias como se ve al analizar la historia. Las más sólidas democracias son precisamente aquellas que cuentan con estratos sociales intermedios muy amplios y absolutamente hegemónicos; en aquellos lugares en donde la polarización de la riqueza impide el desarrollo y afianzamiento de tales grupos se encuentran las mismas dificultades para consolidar un sistema democrático. Por eso mismo, si hoy tenemos un número de democracias, al menos formales, mayor que en ningún otro momento se debe más a la hegemonía de Occidente y a su influencia que al desarrollo interno de los países que las ostentan, ya que, por desgracia, no vivimos tiempos que puedan presumir de reducción de la pobreza a nivel global.
Sentado este principio que relaciona la democracia con la economía, con la riqueza y su distribución, echemos una ojeada al modo como interaccionan una vez establecida la primera. La política incluye a la economía, así que existe una política económica, que no sólo se ocupa del crecimiento, sino también de mejorar la distribución de la riqueza. Para ello el ejecutivo ha de intervenir, puesto que el mercado puede, por sí sólo, generar crecimiento y hacer a la economía más y más eficiente, pero es ciego para la justicia social, es incapaz de distribuir con equidad; al contrario, tiende a acumular la riqueza donde ya la hay. En una buena distribución de los bienes le va a la democracia su propia existencia, como demuestra un estudio del PNUD (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo) realizado sobre la población latinoamericana en 2004 y en cuyas encuestas el 54.7 de los entrevistados en 18 países estaría dispuesto a aceptar una dictadura si resolviera los problemas económicos. La política de no intervención a ultranza, que sostiene el neoliberalismo, es contraria a la salud democrática; ello sin tener en cuenta la hipocresía que encierra, como se ve en las nacionalizaciones de estos días en EE.UU, abanderado del ultraliberalismo, de bancos en apuros, o en las declaraciones del presidente de la CEOE ayer reclamando un “paréntesis en la economía de libre mercado” ante las dificultades, de ellos, claro.
Para que esa intervención necesaria sea eficaz, los gobiernos deben esforzarse por conservar los resortes adecuados, sin perderlos vía globalización en la desregulación que impone la práctica neoliberal de moda, o sometiéndose sin más a los dictados de los organismos transnacionales, dominados por los mismos intereses. La ineficacia en la preservación de esos instrumentos es una clara ineficiencia democrática.
La democracia ha sido la obra de las clases medias como se ve al analizar la historia. Las más sólidas democracias son precisamente aquellas que cuentan con estratos sociales intermedios muy amplios y absolutamente hegemónicos; en aquellos lugares en donde la polarización de la riqueza impide el desarrollo y afianzamiento de tales grupos se encuentran las mismas dificultades para consolidar un sistema democrático. Por eso mismo, si hoy tenemos un número de democracias, al menos formales, mayor que en ningún otro momento se debe más a la hegemonía de Occidente y a su influencia que al desarrollo interno de los países que las ostentan, ya que, por desgracia, no vivimos tiempos que puedan presumir de reducción de la pobreza a nivel global.
Sentado este principio que relaciona la democracia con la economía, con la riqueza y su distribución, echemos una ojeada al modo como interaccionan una vez establecida la primera. La política incluye a la economía, así que existe una política económica, que no sólo se ocupa del crecimiento, sino también de mejorar la distribución de la riqueza. Para ello el ejecutivo ha de intervenir, puesto que el mercado puede, por sí sólo, generar crecimiento y hacer a la economía más y más eficiente, pero es ciego para la justicia social, es incapaz de distribuir con equidad; al contrario, tiende a acumular la riqueza donde ya la hay. En una buena distribución de los bienes le va a la democracia su propia existencia, como demuestra un estudio del PNUD (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo) realizado sobre la población latinoamericana en 2004 y en cuyas encuestas el 54.7 de los entrevistados en 18 países estaría dispuesto a aceptar una dictadura si resolviera los problemas económicos. La política de no intervención a ultranza, que sostiene el neoliberalismo, es contraria a la salud democrática; ello sin tener en cuenta la hipocresía que encierra, como se ve en las nacionalizaciones de estos días en EE.UU, abanderado del ultraliberalismo, de bancos en apuros, o en las declaraciones del presidente de la CEOE ayer reclamando un “paréntesis en la economía de libre mercado” ante las dificultades, de ellos, claro.
Para que esa intervención necesaria sea eficaz, los gobiernos deben esforzarse por conservar los resortes adecuados, sin perderlos vía globalización en la desregulación que impone la práctica neoliberal de moda, o sometiéndose sin más a los dictados de los organismos transnacionales, dominados por los mismos intereses. La ineficacia en la preservación de esos instrumentos es una clara ineficiencia democrática.
18 sept 2008
El capitalismo en la encrucijada.
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El capitalismo es un sistema muy serio, con principios muy firmes y costumbres inalterables, lo que ocurre es que no le damos crédito y una y otra vez nos quedamos perplejos ante su comportamiento; aunque, dicho sea en nuestro descargo, un pelín rarito sí que es. Si se tratara de una persona y la examinara un psiquiatra le diagnosticaría un trastorno bipolar, periodos de euforia alternando con depresiones. De cualquier modo, siempre se comportó así y además con método. Quiero decir que cuando los economistas analizan el comportamiento histórico del mercado detectan que las crisis se presentan en el tiempo según una secuencia bastante estable, sin muchas excepciones, aunque con cierta complejidad, porque se superponen secuencias de crisis de diferente condición y distinta longitud de onda (distancia temporal). En los periodos de euforia, como el que acabamos de pasar, nadie quiere hablar de que acabará en una crisis y menos sobre la importancia y el carácter que tendrá; tendemos a pensar que por fin el sistema encontró la clave de la estabilidad y que ya sólo cabe temer pequeños altibajos en su comportamiento. En los momentos de depresión, si es importante (1873, 1929, 1973, 2008?), muchos aseguran que es el fin del sistema, que ya nada será igual.
Lo cierto es que después de cada una de esos trances, que son auténticos cataclismos económicos, el capitalismo reverdece como el bosque tras el incendio, rejuvenecido y dispuesto a nuevas tropelías con armas impensadas años atrás; mientras, los economistas se entretienen analizando las causas del suceso, sin que eso apenas sirva para evitar el próximo fracaso, porque tendrá otros condicionantes a los que no se les quiso prestar atención, porque en su buen momento hacían las delicias de industriales, comerciantes, especuladores, banqueros o cualesquiera estuvieran en candelero entonces. No es que las bruscas interrupciones de la prosperidad nos cojan de sorpresa, es que se quiso exprimir hasta las heces el momento de bonanza a sabiendas de que eso sólo podría conducir al abismo. Al final, en el sálvese quién pueda, siempre tendrán ventaja los causantes de la catástrofe que, a esas alturas, estarán forrados.
En este caso, nadie más culpable que los protagonistas de la especulación financiera, ejecutivos con remuneraciones millonarias y bonus astronómicos, a los que su propia situación induce a no prestar atención más que al ejercicio presente, que ha de ser brillante a costa de cualquier riesgo; los responsables políticos, que han hecho oídos sordos a las alarmas y han preferido suscribir la estúpida (por mil veces rebatida) idea de que el mercado todo lo arregla; los dirigentes de organismos internacionales, cementerios de elefantes para políticos y ejecutivos dignos de premio por su acción o inacción pasadas. En resumen, una casta, nueva aristocracia, que poco tiene que ver con el común de los mortales sufridores de todas las disciplinas que impone la crisis, que controla todos los resortes que importan a nivel global, pero que nunca pulsa en interés general.
15 sept 2008
¡La escuela es una mariconada! Machismo y fracaso escolar.
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Cuando hablamos de machismo pensamos siempre en las nefastas consecuencias que tiene para las mujeres, pero pocas veces nos paramos a evaluar el posible daño en los mismos hombres o en la sociedad en general. La sociología y la psicología modernas muestran como el machismo es conflictivo y genera trastornos sociales indeseables; la escuela es uno de ellos. Fijémonos en algunos datos de la realidad española, pero perfectamente extrapolables a todos los países de nuestro entorno cultural[1]:
· De los jóvenes españoles entre 16 y 35 años el 41’5% de los varones no han logrado pasar de los estudios primarios; las mujeres en la misma situación son sólo el 28’3%.
· Un 23% de las chicas dejan la secundaria en la primera etapa. Los chicos un 34’2%
· Últimamente un 50% de las mujeres han obtenido un título universitario frente a tan sólo un 36’6% de los hombres.
· De cada diez personas que acaban una licenciatura seis son mujeres.
Las cifras son elocuentes y disipan cualquier duda: el fracaso escolar es masculino; no es que no se de en las mujeres sino que la diferencia que sacan los varones es apabullante: “hoy día ser chico en el sistema educativo obligatorio es un indicador de fracaso escolar de igual importancia que pertenecer a un grupo marginal”. A lo que hay que añadir que la mayoría de alumnos con problemas de convivencia –disciplina decíamos hace unos años– son chicos, principales protagonistas de conductas disruptivas –tecnicismo que designa comportamientos díscolos que entorpecen la marcha del proceso educativo.
Lo que caracteriza a la adolescencia es el deseo de ser adultos, en el caso de los chicos, ser “un hombre de verdad”; pero ¿qué encierra esta expresión en su mente? ¿Cuál es el modelo de hombre socialmente dominante? Si nos movemos a nivel de las concepciones hegemónicas habremos de reconocer que nuestra sociedad es sexista, patriarcal y heterosexista, y estas son las claves con las que se construye el modelo. El sexismo implica que los hombres son diferentes de las mujeres, lo cual biológicamente es obvio, pero no socialmente. El patriarcalismo conduce a considerar al hombre superior a la mujer, reservándole la dirección, las decisiones y también las tareas de proveer y proteger, generando una dominación masculina que lo impregna todo. El heterosexismo no es sólo la manifestación de una orientación sexual sino una ideología represora de todo lo que escape al estándar sexual.
De esta sociedad así conformada se extraen los valores que dibujan la identidad masculina con la que el adolescente construirá su modelo. La competitividad, el recuso a procedimientos expeditivos –violencia– para imponer intereses y criterio propios; la minusvaloración del diálogo, la negociación y la cooperación; el sentimiento de humillación ante deseos o comportamientos que se consideran femeninos, son algunas de las actitudes con las que se aproxima al comportamiento del “hombre de verdad” que tiene en su mente.
El medio escolar se le antoja un ámbito femenino porque en él aprecia una mayoría abrumadora de profesoras, primacía de la cooperación sobre la competencia, valoración del diálogo y la negociación, primacía de la palabra sobre la acción. En resumidas cuentas, optará por priorizar la “cultura del patio” –espacio donde reinan los “valores masculinos”– sobre la “cultura del aula”, percibida como espacio femenino. El resultado será la automarginación y el fracaso.
No he hecho en esta entrada más que condensar, y quizas estropear, parte del excelente trabajo de Daniel Gabarró: Transformar a los hombres: un reto social, al que podéis acceder si os preocupa el tema del machismo en http://www.danielgabarro.cat/ Las ideas, los datos y las expresiones y frases entrecomilladas le pertenecen.
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[1] What about the boys? (¿Qué les pasa a los chicos?) se titula un conocido trabajo elaborado por V. Foster de Australia, M.Kimmel de EE.UU. y Ch. Skelton del Reino Unido, que profundizan en la cuestión y nos demuestra que no estamos ante un asunto local
[1] What about the boys? (¿Qué les pasa a los chicos?) se titula un conocido trabajo elaborado por V. Foster de Australia, M.Kimmel de EE.UU. y Ch. Skelton del Reino Unido, que profundizan en la cuestión y nos demuestra que no estamos ante un asunto local
11 sept 2008
La ciencia, eterna aguafiestas.
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Para el común de los mortales con la muerte se termina la historia; pero para estos personajes no es igual, a veces la historia de su muerte es tan compleja o más que la de su propia vida –ahí está el Cid, que, según cuentan, ganó una batalla después de muerto.
Vaya lío con los huesos del Príncipe de Viana, D. Carlos, el hijo de Juan II de Aragón y Blanca de Navarra, que vivió allá por el S.XV y fue el primero que ostentó ese título –el último, como todo el mundo sabe, es el príncipe D. Felipe, cuyos huesos parecen estar en orden, a Dios gracias. Es el caso que los científicos encargados de determinar si los restos que se conservaban y se tenían por tales, eran o no los suyos, han dictaminado que pertenecen a tres personas distintas una de las cuales es una mujer y ninguno de los otros dos es él mismo.
Para el común de los mortales con la muerte se termina la historia; pero para estos personajes no es igual, a veces la historia de su muerte es tan compleja o más que la de su propia vida –ahí está el Cid, que, según cuentan, ganó una batalla después de muerto.
D. Carlos, el príncipe, que había combatido contra su padre –o su padre contra él– por el trono de Navarra y que fue apartado de la sucesión a la Corona de Aragón a favor de su hermanastro, más joven, Fernando, al que más tarde llamaríamos el Católico, fue enterrado en el monasterio de Poblet, después de morir en circunstancias sospechosas –su madrastra, Juana Enríquez, fue acusada por algunos de haberle envenenado. Allí gozó de la paz que merecen los difuntos hasta que en 1834 un ministro liberal, Mendizábal, buscando cómo sacar al tesoro público del marasmo en que se encontraba y, de paso, avanzar en la construcción de una sociedad más racional, expropió los bienes de la Iglesia y disolvió algunas órdenes religiosas. El Monasterio quedó abandonado y los lugareños no perdieron el tiempo para saquearlo, incluyendo las numerosas tumbas de nobles y miembros de la casa real de Aragón, en busca de tesoros. Los reales huesos del Príncipe y otros muchos quedaron esparcidos y mezclados por las dependencias vacías del monasterio, hasta que un par de años después un sacerdote piadoso y respetuoso los reunió a todos en su iglesia.
A principios del XX el nacionalismo catalán había convertido al Príncipe de Viana en un icono de su causa –no en balde su malvada madrastra y posible asesina era castellana y Fernando, que le usurpara la corona de Aragón y, por tanto, de Cataluña, se casó con la reina de Castilla, suceso que está en el origen de la pérdida de la identidad estatal de Cataluña. La recuperación de sus restos, tarea convertida en objetivo político, se encomendó a un antropólogo y egiptólogo de prestigio entonces, Eduard Toda i Güell, que, según parece y sin pensárselo dos veces, armó una momia con lo que, a ojo de buen cubero, le pareció acertado y de ahí que algunas partes sean de mujer y que la columna vertebral tenga ¡ocho vértebras lumbares!; pero el objetivo se había cumplido y el catalanismo tenía su símbolo. ¿Quién iba a reparar en tales nimiedades?
Y aquí llegó la ciencia –no la ciencia histórica, que la pobre es tan fácil de manipular, sino la ciencia dura, esa que se cuece en los laboratorios– derribando mitos, símbolos y zarandajas para decir estos no son los huesos, cómo antes había dicho esta no es la Sábana Santa, y tantas otras. La ciencia, eterna aguafiestas.
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ILUSTRACIÓN: El príncipe de Viana, Museo del Prado. Del pintor malagueño Moreno Carbonero.
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